Desde que apareció el homo sapiens hasta la revolución industrial, los avances civilizatorios que emergieron en la evolución social asegurando la supervivencia de cada vez más humanos –de miles de cazadores y recolectores a millones en grandes civilizaciones preindustriales– no alcanzaron a impedir que el 90 % de la humanidad viviera en pobreza extrema. Hasta los ricos y poderosos del pasado carecerían de lo que hoy dan por hecho todos de los habitantes del mundo desarrollado.
El capitalismo moderno, que se inició en la revolución industrial, logró en un par de siglos lo que no se había logrado en más de cien mil años. Hay muchos más humanos que nunca antes. Ya cerca del 90 % superan la línea de pobreza. Eso es el capitalismo. Si todavía hay pobreza –estado natural del hombre del que únicamente escaparon las mayorías en el capitalismo moderno– no es por una “distribución” desigual de riqueza, sino por una distribución desigual del capitalismo en el mundo. En Venezuela –que solía ser el país más prospero de Sudamérica– tras 90 años de hegemonía cultural socialista en sentido amplio, bastaron 20 años de socialismo radical –precedidos de 40 años de socialismo moderado abriendo camino– para que el 75 % o más del producto desapareciese y se hundiera en pobreza estructural ya más del 80 % de la población.
Pese a las ventajas materiales y morales de la libertad en las sociedades en que ha prevalecido, una resentida idea de igualdad material es el ideal de la mayoría de nuestros contemporáneos. No es entre los más pobres que vemos más –y más intensamente– rechazo al capitalismo: el anticapitalismo igualitarista es moda entre las personas más libres y prosperas del mundo. Es es cosa de niños ricos.
Como en siglo XIX temió Tocqueville, nuestros contemporáneos entienden la democracia como tiranía de la mayoría. Eligen demagogos populistas. Nos gusta pensar que quienes los votan ven equivocadamente en sus promesas la única oportunidad de mejorar su vida. Queremos pensar que creen de buena fe que puede funcionar lo que jamás ha funcionado, ni funcionará. Porque si fuera así, únicamente tendríamos que convencerles de que lo que prometen los demagogos –además de conducir al socialismo totalitario– aunque en ciertas circunstancias les pudiera otorgar mejoras temporales inmediatas, termina inevitablemente en más pobreza permanente. Y que la vía de la libertad y la propiedad, la del capitalismo moderno y la responsabilidad individual, aunque exija sacrificios inmediatos, conducirá a la prosperidad sostenida.
Lo que no queremos ver es que no es el beneficio propio lo más atrae mayorías de las banderas igualitaristas. Hay algo de eso. E incluye preferir lo que obtengan hoy, sin pensar en el mañana, pero todo eso es secundario. Mucho más que la búsqueda del bien propio, es el gozo del mal ajeno lo que impulsa a esas masas y sus caudillos, no lo ocultan. Sus discursos y sus actos de gobierno lo dejan muy claro. Sin embargo, demostrar que la libertad es condición sine qua non de prosperidad material y progreso moral de los hombres, es útil y muy necesario. De todas las formas y a todos los públicos debe llegar esa indiscutible verdad. Pero, aunque necesario, jamás será suficiente para convencer a las mayorías.
Por lo demás, la propaganda de la mentira es abrumadora. Incluso ante la estremecedora miseria material y moral de uno tras otro fallido experimento socialista a plena vista, el grueso de la intelectualidad se aferra a la negación –o distorsión– de la realidad. La simpatía por rojos criminales totalitarios pasados y presentes es todavía común entre los intelectuales de las sociedades más libres que el mundo ha conocido.
Da explicación de la paradoja la envidia. La importancia política y cultural de ese ancestral e instintivo atavismo emocional. Para comprenderlo es especialmente útil relacionar las investigaciones de Friedrich von Hayek sobre el evolutivo orden espontáneo de la sociedad a gran escala –y la inviabilidad económica del socialismo en sentido amplio– con las de Helmunt Schoeck sobre la envidia y su influencia en la evolución del orden social, de grupos primitivos a altas culturas. De ello traté en mi libro, Libres de envidia: la legitimación de la envidia como axioma moral del socialismo, de 2015 y en un buen numero artículos, columnas y conferencias.
La paradoja de la envidia no es otra que el que los hombres pueden bajo su efecto estar dispuestos a sufrir daño propio, a menoscabar su prosperidad actual y futura, a apoyar, racionalizar y defender su propio empobrecimiento, por la peregrina esperanza de derribar y destruir a quienes envidian con profundo resentimiento. A ello se puede dedicar –y se ha dedicado– teoría que lo justifique, declarando bien al mal y moral a lo inmoral, para complacer la emoción resentida. Y con ello, alcanzar el poder, imponer el totalitarismo, igualar en la miseria y reinar sobre las ruinas.
La verdadera trampa de la pobreza no es la falacia que sostiene que sin recursos arrancados a otros los pobres no saldrían jamás de esa pobreza por sí mismos. De ser cierto que desde la pobreza la creatividad, inventiva y trabajo humano no pueden crear riqueza, la humanidad jamás habría salido de la pobreza crítica del paleolítico en que todos y cada uno de los escasos humanos eran igualmente pobres. La trampa de la pobreza no es material –ni intelectual en cuanto a lo que la educación formal pueda enseñar–: es moral. Esta en las creencias, en usos y costumbres, en valores sobre la propiedad y la libertad de crear, intercambiar y prosperar. Está, por encima de todo, en la legitimación de la envidia, en la paradoja de unas mayorías que prefieren hundirse en la miseria con la remota –y generalmente falsa– esperanza de ver a quienes envidian con resentido odio, compartiendo su desesperación. Y está también en los intelectuales, ideólogos y políticos que en ese resentimiento antisocial encuentran el camino al poder total.