Ya dedique dos columnas a trágicas, peligrosas e irresponsables temáticas y figuras de moda del renovado ecologismo profundo que, como sandía –patilla le decimos en mi país–, es verde por fuera y rojo por dentro. Ahora podemos tratar el problema de fondo, la gran paradoja tras todo esto. Para comprender cualquier aspecto de un orden social es necesario analizar sus peculiaridades culturales y políticas. Pero para dar cuenta de ellas hay que dar primero explicación completa de la dimensión económica del orden social que tratamos.
Explicó Ludwig von Mises que: “El socialismo tiene como programa, efectivamente, la transformación de la constitución social y económica de acuerdo con cierto ideal. Si queremos comprender la influencia que ejerce en otros campos de la vida intelectual y cultural, es preciso haber aclarado antes por completo su importancia social y económica. (…) No es admisible discurrir sobre el socialismo sin antes haber estudiado a fondo el mecanismo de un orden económico que se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción”.
Una síntesis marxista de neomaltusianismo en clave ecologista tiene ciertas características peculiares que debemos analizar detalladamente, como se analizó el socialismo del siglo pasado y sus antecesores. El maltusianismo es la aplicación de la teoría del rendimiento decreciente al equilibro vital de población sobre alimentos, en el supuesto que la población crece geométricamente y la producción de alimentarios aritméticamente. El neomaltusianismo es la aplicación de equivalentes supuestos a una amplia gama de otros recursos. No es imposible un colapso maltusiano de un grupo humano en ciertas circunstancias, pero a partir de la moderna economía industrial de libre mercado no han ocurrido sino en sociedades ajenas a la misma —y las supuestas excepciones son meramente aparentes—. Hablamos de condiciones cada vez menos frecuentes, que los neomaltusianos consideran omnipresentes e inalterables. De ahí sus predicciones fallidas.
Ya que el marxismo entendió la escasez como fenómeno social producto de la explotación capitalista, profetizando en la etapa superior del socialismo una abundancia ilimitada, asumió que los recursos serían abundantes y no escasos. Eso hizo difícil una síntesis marxista neomaltusiana, pero Barry Commoner la desarrolló en el sentido que hoy adoptan, del obscuro ecologismo profundo hasta la aspiración totalitaria cada vez más abierta de la socialdemocracia políticamente correcta.
Afirmaba Commoner: “Marx creía (…) Las clases trabajadoras se verían cada vez más empobrecidas y el creciente conflicto entre capitalista y trabajador llevaría a las situaciones de cambio revolucionario (…) una explicación de por qué ha fallado en materializarse (…) la predicción de Marx, aparece a partir (…) de la reciente preocupación por el medio ambiente (…). Como apunté en The Closing Circle, ‘Una empresa que contamina (…) está (…) viéndose subsidiada por la sociedad; en esta medida (…) no es completamente privada’. (…) esta situación lleva a ‘un efecto colchón temporal (…) por la degradación de medio ambiente, en el conflicto entre el empresario y el asalariado (…) la aparición de una inmensa crisis en el ecosistema puede considerarse (…) señal de una crisis emergente en el sistema económico'”.
Ya mencioné la semana pasada (como señalaba yo en 2006 en El socialismo del siglo XXI) que la clave de tal síntesis es que el socialismo renunció a prometer capacidad de producción superior al capitalismo –para vender su improductividad como ventaja; agregaría hoy– y construyó una teoría ecologista de la reducción del consumo mediante la planificación central de la distribución. Así justifican la apropiación estatal de los medios de producción y la planificación central de la economía como mecanismo, no de la supuesta superioridad racional y productiva de la planificación, sino de la imposición de un racionamiento que garantice la drástica reducción del consumo. Lo que tampoco lograría la reducción del impacto ecológico neto. Porque la pobreza, aclaremos, no implica menos, sino más presión sobre el entorno ecológico.
Hoy se predica como solución ambiental el control directo e indirecto del Estado sobre la economía. Propone además el control indirecto de burocracias transnacionales sobre Estados nacionales soberanos y sus gobiernos. Estamos ante dos problemas distintos, aunque interdependientes, de una parte, los potenciales riesgos que el impacto ambiental de una civilización pueda llegar a representar para su supervivencia –y pese a lo que los idiotas claman ofendidos con ignorante desesperación, aquí los tomamos más en serio, y los conocemos mejor, que quienes se limitan a repetir propaganda emocional dramática, y ojear resúmenes políticos cortos que falsean largos y complejos informes científicos–. Porque en el propio proceso civilizatorio hay factores que tienden a reducir tal impacto por debajo del punto de quiebre. Y desviaciones que pueden neutralizarlos, condenando a una civilización.
La gran paradoja actual es que se proponga al socialismo en sentido amplio como solución global a los impactos ambientales de la propia civilización. Simplemente no existe ahí capacidad de solucionar problemas de tal complejidad. Pero socialismo abierto, o intervencionismo extremo abriéndole camino –mediante subvenciones y crecientes regulaciones que distorsionan peligrosamente al mercado– son casi las únicas políticas, discutidas o adelantadas, con motivo de preocupaciones ambientalistas. Y esos costosísimos ejercicios de planificación a escala global están sujetos a la bien conocida inviabilidad del socialismo. Eventualmente colapsarán inevitablemente por sus propias, e irresolubles contradicciones internas. El gran dilema es que, en la medida que sea una variante del socialismo en sentido amplio la solución propugnada por expertos y propagandistas ante problemas ecológicos producto del impacto ambiental de la civilización industrial sobre el entorno, terminarán ocasionando mediante una serie de efectos, imprevistos e imprevisibles, mayor daño ambiental del que intentaban evitar o corregir.
El socialismo –en cualquier variante y grado– como política ambiental garantiza su propio fracaso catastrófico. Únicamente en la dinámica del orden espontaneo de la civilización –y no del intervencionismo mercantilista de empresas ineficientes proclamándose ecológicamente responsables, para obtener subvenciones y privilegios anticompetitivos– emergen soluciones viables a los problemas ambientales reales. Ya es hora de entender que el socialismo puede incluso ocasionar un colapso civilizatorio global capaz de extinguir a nuestra especie.