Entender la verdadera naturaleza del socialismo es indispensable para lograr que eventualmente la mayoría defienda conscientemente la libertad y propiedad de las que depende el orden espontaneo de la civilización. Entre los muchos libros indispensables para ello, trataré hoy de El fenómeno socialista de Igor Shafarevich.
Solzhenitsyn afirmó en 1978 en la Universidad de Harvard que “El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, escribió un libro brillantemente argumentado (…), un penetrante análisis histórico que demuestra cómo el socialismo, de cualquier tipo, conduce a la destrucción del espíritu humano y la nivelación de la humanidad en la muerte”.
Es imposible para quien no ha vivido bajo el socialismo entender por qué un laureado miembro de la Academia Soviética llegaría a no soportarse a sí mismo como un activo del poder soviético y arriesgaría su existencia para estudiar y revelar la naturaleza de la bestia.
Shafarevich nació en 1923, en una Ucrania diezmada por el terror de bolchevique. Vivía en Moscú cuando el exterminio kulak –iniciado por Lenin– imponía la hambruna genocida de Ucrania: el Holodomor. De su infancia moscovita recordaba al humilde cuidador de una iglesia ahorcado en el pórtico. De su adolescencia, la persecución de escritores, artistas, científicos e ingenieros como clases enemigas, agentes de la burguesía internacional y/o traidores trotskistas-bujarinistas.
Creció durante el apogeo de la guerra del Estado socialista contra su pueblo. Hijo de una intelectualidad rusa en resignada extinción, leyó de la arrumbada biblioteca de su padre grandes clásicos de filosofía e historia. Pensó dedicarse a la historia –boleto al Gulag– pero descubrió en su vocación matemática un refugio de creatividad del menor riesgo político posible. A los 14 se presentó a Facultad de Matemática Mecánica de la Universidad de Moscú. A los 17 se graduó. Defendió su primera tesis doctoral a los 19. A los 23 obtuvo el inusual título superior de doctor. Tal genio matemático, pese a no ser comunista, resultó demasiado valioso para el poder soviético. Aunque expulsado de la universidad entre 1949 y 1953, no fue encarcelado. Recibió el Premio Lenin en 1959. El poder socialista lo exhibía orgullosamente como ejemplo del hombre nuevo soviético.
Bajo el totalitarismo socialista nadie es inocente, y a los que casi lo serían, les atormenta una consciencia ausente en el resto. Conciencia que regresó a Shafarevich a su primer interés: la historia. A comienzos de los 70 del siglo pasado circuló clandestinamente en la URSS, Rusia bajo de los escombros, editado por Solzhenitsyn, que incluía de Shafarevich El socialismo en nuestro pasado y futuro. Su publicación en Occidente reveló ante el mundo al Shafarevich disidente.
Explica Mauricio Rojas en el notable prólogo a la edición española de 2015 de El fenómeno socialista que el poder soviético dependía de dos dogmas inquebrantables:
- Que el marxismo es ciencia de la historia, distinta y contraria a cualquier superstición religiosa o especulación metafísica. Marx, afirmaban contra toda evidencia, descubrió las leyes universales de de la historia en las que están escritos el triunfo del socialismo revolucionario, la dictadura del proletariado y el comunismo como destino de la humanidad. O de lo que quede de ella tras “el crisol” revolucionario.
- Y que el socialismo soviético era un tipo de sociedad sin precedentes en la historia, en la que superada la opresión la humanidad se elevaba velozmente, libre egoísmos y antagonismos, hacia la abundancia ilimitada.
El fenómeno socialista –del que El socialismo en nuestro pasado y futuro fue seminal– los derriba analizando la historia de la idea socialista y del socialismo real establecido por el poder soviético.
Shafarevich desmiente la pretendida ciencia marxista al mostrar la continuidad de la línea de pensamiento utópico y mesiánico que en Occidente va de Platón a Marx. Encuentra el origen de todos los dogmas marxistas en sectas heréticas cristianas que entre la Edad Media y el Renacimiento idearon los arquetipos copiados por Marx: humanidad apocalípticamente renacida, hombre nuevo, vanguardia iluminada, subordinación absoluta al colectivo. E incluso una revolución triunfante y totalitarismo en el poder, ya en 1547. La “ciencia” de Marx, explica Shafarevich, copió los arquetipos de una muy antigua búsqueda revolucionaria del paraíso terrenal que concluyó siempre en terror totalitario, miseria y muerte.
El marxismo reescribió aquel milenarismo herético cristiano con filosofía de Hegel y ateísmo de Feuerbach. Entonces ¿es religión? Sí, para N. Berdiáev, R. Tucker, M. Rojas o quien aquí escribe. No para Shafarevich. Para él, religión es instinto de vida que va hacia la diversificación humana. Y socialismo negación de la vida misma mediante una nivelación que persigue la muerte. Coincido con Shafarevich en que socialismo es negación de la vida misma. Y adoración de la muerte. No en que por eso no sea religión. Es una religión moralmente inconsistente. Lo que para Shafarevich no puede ser –por definición– religión.
Es sutil e importante el análisis de Shafarevich de la radical inversión de términos entre cristianismo y comunismo y su revelación de la muerte como objetivo del dogma marxista. Fue quien mejor explico que el socialismo “solo puede ser entendido si se admite que la idea de la extinción de la humanidad puede resultar atractiva (…) y que el impulso de autodestrucción (…) juega un papel en la historia humana”.
Explica luego Shafarevich que la URSS no fue el primer régimen de subordinación total del individuo al colectivo mediante la abolición de la propiedad privada, que de hecho era lo más común en los imperios antiguos tempranos, de Asia al Inca: la extinción de la libertad individual y propiedad privada fueron tan comunes como el trabajo forzado, la planificación central a gran escala y la manipulación de la historia, censura y propaganda totalitaria. No menos que los privilegios de quienes encabezaban la jerarquía y la inexistencia del derecho como límite al poder. Nada hay de nuevo en el socialismo soviético, excepto el ateísmo y un acceso a tecnologías, que no creó, pero usa como nuevas herramientas de opresión de posibilidades antes inimaginables, concluye Shafarevich.