El liberalismo no es una ideología –al menos no en el sentido que en las ciencias sociales contemporáneas prevalece para tal término– porque no es una construcción mental que se pretenda imponer sobre la realidad social, sino el resultado de la observación, identificación y explicación teórica de aquellas tendencias institucionales que como producto del orden espontáneo de la civilización, garanticen éxito evolutivo a las sociedades que las adoptan, ampliando las posibilidades de desarrollo en todos los ámbitos, mediante la valoración moral de la dignidad del individuo.
La publicidad comercial puede agregar valor a bienes y servicios cuando establece eficientemente una imagen pública que obtenga consumidores que subjetivamente la desean. Si lo hace bien, se vuelve tan inseparable de bienes y servicios como la mentira en general. La falsificación de la historia, en particular, es inherente a la propaganda socialista. El mayor éxito de tal propaganda es en que la repiten quienes se evitan la molestia de investigar seriamente –al repetir lo que cuando menos deben sospechar falso– para adquirir el prestigio de la actividad intelectual sin esfuerzo. Así, evitan enfrentar el intento de asesinato moral, censura y persecución de la intelectualidad socialista contra quienes evidencian sus falsedades.
Tras el colapso del imperio soviético, vimos muchos ejemplos de tal repetición inconsciente de propaganda socialista en afirmaciones ridículas, como que las tesis “mencheviques” se estuvieran entonces sobreponiendo a las “bolcheviques”; u otras mucho más sofisticadas –aunque no menos falsas– como la rocambolesca síntesis dialéctica “hegeliana” de la historia, en la expansión del inviable Estado del Bienestar socialdemócrata fungiendo de economía de “libre mercado” globalizada.
La verdad es que para principios del siglo pasado, los llamados mencheviques fueron la corriente marxista ortodoxa en la minoría que el partido socialdemócrata ruso representaba en la izquierda rusa de entonces ante la mayoría populista de los socialistas revolucionarios. La real oposición socialista a la exitosa herejía bolchevique –que al tomar el poder se impone como ortodoxia– fue un multifacético socialismo revolucionario de base agraria hasta su exterminio por la dictadura bolchevique, no sin antes haber llegado a levantar descoordinadamente en armas más hombres que los blancos y los rojos en la guerra civil. De este modo, obtuvieron una clara victoria electoral frente a bolcheviques, mencheviques y constitucionalistas en la elección de la asamblea constituyente de 1917, que fuera luego disuelta por la dictadura bolchevique con el golpe de estado fundacional de la que sería la URSS.
Hegel no se concluye lógicamente en su propio sistema, lo que para llegar a tales conclusiones se empeñó en reinterpretar Fukuyama, aunque tampoco se concluye lógicamente de Fukuyama. Más importante aun, todo historicismo (Hegel, Marx o Fukuyama u otros) es una teoría falsa que ni explica la realidad, ni puede anticipar acertadamente su evolución futura.
Por lo demás, las novedades más significativas en el marxismo postsoviético son amalgamas de lo que se suele denominar marxismo cultural –en clave pseudoecologista– con populismos de tradiciones izquierdistas muy extendidas. El siglo XXI avanza y todavía no se ve la anticipada mayoritaria valoración por la intelectualidad izquierdista de teorías socialistas, derrotadas, descalificadas y perseguidas en el auge del leninismo.
Para poner en duda que aquello llegase a ser lo más influyente en el socialismo revolucionario de nuestros tiempos, era suficiente con tomar nota del hecho evidente que tras el colapso soviético quedaron en pie algunos totalitarismos leninistas en Asia y el Caribe. Esas bases subimperiales han logrado expandir movimientos “frentistas” con los que establecieron un par de destructivos y míseros totalitarismos socialistas nuevos. También ayudaba observar cómo los socialdemócratas europeos gravitan a su propia izquierda, inspirados por el marxismo de Bernstein que el de Kausty, al igual que sus equivalentes neofabianos anglosajones.
Debemos comprender que las ideas que prevalecen en ese campo enemigo de la libertad y de la civilización, salen de la persistencia de un confuso sincretismo internacional de populismo con diversas capas históricas de pensamiento socialista, que desde el auge leninista es la cultura común de la intelectualidad socialista en sentido amplio, con sus adherentes activos y pasivos. Ese batiburrillo de tonterías fácilmente refutables no son su debilidad, sino su fuerza, porque no es desde la razón sino desde el más profundo resentimiento envidioso que las adoptan como un dogma de fe religioso inconsistente, anclado en de la negación de la realidad evidente.
En mi columna ocasionalmente he tratado algunas de las tendencias del marxismo en el presente siglo. Estudiándolas no se puede concluir sino que la interpretación de la intelectualidad izquierdista sobre el colapso soviético difícilmente será una revaloración de las tendencias mencheviques identificadas con la línea de sucesión ecuménica del marxismo ortodoxo de Kausty. Prefieren reinterpretar al leninismo –y recuperar todos sus mitos revolucionarios– en un el amplio populismo socialista, armado en torno a la síntesis neomaltusiana y la multiplicación de sujetos históricos revolucionarios que, ante la ausencia material de proletariado, pasa a ser cualquier “colectivo” que a tales efectos puedan manipular.
Para entender esa forma de socialismo esencialmente cultural es inútil y confusa la referencia al ala derrotada de partido marxista ruso o sus equivalentes en los partidos marxistas de Europa occidental, resultando por el contrario referencias históricas mucho más útiles a tal efecto las similitudes –en cada caso respecto a su propio entorno cultural de su tiempo– entre los socialistas revolucionarios, populistas rusos del ansiado “gran reparto negro”, última expresión del colectivismo tradicional paneslavo; y los nacionalsocialistas alemanes del III Reich como expresión política del pensamiento volkisch pangermanista.
Por eso –y es tan fácil como peligroso– la natural tendencia de adoptar usos, costumbres e ideas prevalecientes, conjugada con aceptación garantizada al repetir acríticamente una falsificación histórica comúnmente aceptada –incluso cuando se pretenda refutar en algo a sus autores y beneficiarios– explica que incluso algunos liberales y conservadores adopten inconscientemente buena parte de la siempre falsa narrativa socialista.