Decir América Latina es negarse a decir Hispanoamérica, adoptando mitos arcaicos de una intelectualidad incapaz empeñada en falsear el pasado y destruir el futuro. Autores intelectuales de la desgracia de Hispanoamérica en general y Venezuela en particular. Y no es una simbólica “espada de Bolívar” lo que camina por el continente. Caminan el hombre y la mujer nuevos, hijos de la revolución bolivariana. Los que han internalizado ideas –y vicios– de la ideología de cuyos amargos frutos huyen escapando de la miseria.
Hace tres décadas, una amiga –hija de exiliados cubanos– me comentó de otra generación de cubanos –entonces recién llegados a una todavía prospera Venezuela– asombrados por lo que para ellos era el lujo y la amplitud del modesto y pequeño apartamento de sus padres. Preguntaban dónde tenían que formarse para que les dieran uno así. Es el hombre nuevo, me dijo. Desconoce cualquier esfuerzo que no sea hacer fila para mendigar, lo que ni siquiera puede imaginar producir por sí mismo. Dura conclusión, entonces ajena y lejana a Venezuela. Pero ya el lento y prolongado empobrecimiento de tres décadas de socialismo moderado, abrían camino al trágico futuro. En diez años se iniciarían dos décadas de socialismo revolucionario que nos hundieron en la miseria actual. Y del totalitarismo socialista emergería en mi país ese “hombre nuevo”. Gemelo del que parió el socialismo en Cuba.
He aclarado antes que de Venezuela huyen los mejores y los peores, juntos y revueltos. Los primeros se adaptan, se esfuerzan y prosperan. Los segundos hacen lo único que saben: delinquir, los más violentos; mendigar, los más míseros. Les enseñaron que su mera existencia les da derecho a lo que no producen. No era el hombre nuevo que esperaban los soviéticos. Pero fue el que obtuvieron. El mismo que obtuvieron todos los socialistas revolucionarios. Siervo improductivo al que se acostumbraron. Mientras más veían de aquel en ideas y costumbres en sus nuevas generaciones, quienes se aproximaron peligrosamente al socialismo sin caer en él, entendieron el peligro y lo abandonaron a tiempo.
De Venezuela huyen refugiados en busca de oportunidades inimaginables aquí. Y –profesionales o no– la mayor parte son personas capaces y trabajadoras. También escapan los delincuentes. Y los hombres nuevos cuya degradación moral les incapacita para vivir de su propio esfuerzo a donde quiera que lleguen. El hombre nuevo incita más xenofobia que el delincuente. El delincuente inspira odio. El hombre nuevo, desprecio. No se limita a cubanos que salieron “por motivos económicos” pero defienden los mal llamados “valores” socialistas de los que materialmente escapan. Ni a su copia al carbón venezolana. Ya surge incluso donde el socialismo no llegó al totalitarismo.
El “hombre nuevo” de la Venezuela chavista es la mujer que exigía “vivienda digna” en Cúcuta, para abandonar una propiedad ajena que ocupaban –ella y similares– ilegalmente. Declaraba que carecía de la capacidad de ganarse la vida por sí misma. Que desconocía otra forma de intentarlo aparte de la prostitución. Y claro. Quienes sí pueden de ganarse la vida en la dura condición de ilegales, empezando en humildes y mal pagados trabajos decentes –o en la economía informal– Y hasta en la prostitución clandestina en que prostitutas son más honestas que sus clientes. No se exponen invadiendo propiedades y exigiendo que les mantengan. Están ocupados trabajando.
El hombre nuevo se reproduce por contagio. Ya surge fuera del totalitarismo. Emerge frecuentemente en Estados fallidos a los que llega un discurso socialista globalizado. Y donde quiera que den alas a la envidia de los resentidos. El hombre nuevo no intenta llegar a Suiza sino a Suecia, tras un mito de Estado del Bienestar del que no obtendrá lo que sueña. Y descubre asombrado que sin trabajar en algo competitivo –para lo que carece de habilidades, valores y costumbres indispensables– lo que le garantiza cualquier Estado del Bienestar es mucho menos de lo que soñó. El hombre nuevo en el colmo de la desesperación intenta trabajar. Y al comercio informal se reduce, exhibiendo sus vicios para hacerse odiar.
El hombre nuevo puede tener títulos universitarios, pero carece de capacidad profesional. Puede tener certificados de formación, pero carece de habilidades productivas. Y clama al mundo que se le debe todo, por el simple hecho de existir. El hombre nuevo recorre a pie el continente aspirando a lo que no puede producir. Y el hombre viejo que le acompaña en la tragedia –y en la huida– lo ve como parte de eso de lo que huye. Y teme que su presencia destruya la esperanza de salir adelante. Le teme porque le conoce. Sabe de dónde salió y lo que defiende.
Y se asombra al encontrarlo entre los locales a donde llega. Porque ahí está, incipiente y bien alimentado en sociedades que todavía no ha destruido su socialismo. Está en la joven argentina que se quejaba del que, por quienes se resisten a más y más impuestos –ahí donde la carga fiscal es la más pesada del subcontinente– y se oponen a más gasto social –ahí donde el clientelismo ya llevó a una hiperinflación– ella tendría que someterse a la insoportable humillación de trabajar en una venta de hamburguesas. En lugar de seguir en la universidad, estudiando marxismo a cuenta de quienes tributan. Trabajando y estudiando al mismo tiempo me comentaba un joven “hombre viejo” venezolano de Buenos Aires, como el trino de esa “mujer nueva” argentina le indicaba que lo que pasó en Venezuela bien pudiera pasar ahí mañana. Es la amenaza del hombre nuevo.