Alrededor de 52 % de votantes mexicanos han votado: “al diablo con sus instituciones”. Eso, no otra cosa. Lo obtengan o no. Aunque realmente no son México. Ni siquiera más de la mitad de los votantes registrados. Fueron más de la mitad de los que votaron.
Además la distancia entre electo y el que le siguió fue abismal. Sin olvidar en que desde que las elecciones en México dejaron de ser un folclórico teatro de resultados previos e independientes a la votación –lo socialismo del siglo XXI en Venezuela tardó más una década en copiarle al antiguo PRI– esta fue la elección con mayor participación de electores. La coalición ganadora obtiene una amplia mayoría del legislativo y las gobernaciones. Y su primera fuerza es MORENA, partido de estricta obediencia al caudillo único.
En democracia la voluntad de la mayoría que vota pasa por la totalidad. Es la teoría democrática de la voluntad popular –no yo– la que atribuye a “México todo” lo votado por mayoría. Podemos discutir la teoría. No que esa, no otra, materializan el común de las democracias contemporáneas.
Aunque López Obrador no hubiera gritado en 2006 –cuando perdió– ¡al diablo con sus instituciones! –y sí lo gritó– Votar un caudillo de partido al servicio de su voluntad personal –empresa familiar bajo su patriarcado– es mandar al diablo las organizaciones y reglas que fungen de instituciones “formales”.
Soñar que fue para refundar todo. Para nuevas organizaciones y reglas mejores es apostar que la mente y voluntad del supremo caudillo sean sobrehumanas. Nunca lo son. No cabe en la mente de uno, ni de varios, el orden social para planificarlo porque evoluciona espontáneamente en procesos cuya complejidad escapa al dominio humano. Ya en la antigüedad se entendía, pues como señaló Cicerón:
“…nuestra república romana no se debe a la creación personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido fundada durante la vida de un individuo particular, sino a través de una serie de siglos y generaciones. Porque no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo periodo de la historia”.
López Obrador ha de pasar a los hechos. Y a corto plazo tendrá que mandar al diablo una u otra cosa. O efectivamente –aunque no de inmediato– demolerá las instituciones que mandaba ¡al diablo! cuando perdía cada elección –las mismas que ahora sancionan su victoria– O al diablo enviará el mandato de sus electores. Al menos temporalmente. Como el lobo “rojo” con piel de oveja de “tercera vía” que fue Hugo Chávez los primeros años de su primer gobierno.
De eso López Obrador sabe mucho. Su gobierno el DF lo dedicó a la institucionalización de amplias redes clientelistas. Fortalecer su nuevo partido. Y declarar sobre temas nacionales. Nada revolucionario.
La denuncia de corrupción fue su bandera de campaña. Con ella llega a presidente tras 18 años de ininterrumpida campaña presidencial. Pero sumó notorios corruptos de la “la mafia del poder” a su alianza. Ahora “santificados” como nuevos impolutos. Todavía no asume la presidencia y ya tiene escándalos de corrupción por desvío de fondos de campaña.
A que acuerdos de impunidad llegó o no con el gobierno que sustituye lo dirá el futuro. Lo claro es que el viejo PRI –del que buena parte ya había pasado a la coalición ganadora– cuyas bases votaron al viejo priista López Obrador, pasará con armas y banderas –y vicios– al campo del nuevo caudillo. Bajo la vieja sigla –en papel de oposición– quedará una minoría de escasa significación inmediata.
Esperando negocios con ungidos del supremo caudillo. Por ahora únicamente del PAN –también en abrumadora minoría– pudiera o no emerger una alternativa a la reedición personalista de dictadura perfecta del antiguo PRI. O algo peor.
Por la versión mexicana del socialismo del siglo XXI apuestan los socialistas radicales de La Habana a La Paz –pasando por Managua– Aspirando a vivir de de México como vivieron de Venezuela. Hasta quebrarla. Pero México no es Venezuela. Tal y como Venezuela no era Cuba. Ni lo eran Ecuador, Bolivia o Nicaragua. Cada país es el que es; no otro. Pero cuando en diferentes países se comenten similares errores –por similares creencias– se arriesgan similares desgracias. Para cada cual a su manera.
Las verdaderas instituciones son los usos y costumbres institucionalizados en reglas conocidas y aceptadas. Las de Hispanoamérica son reacias a los valores que han garantizado la prosperidad de occidente. En Hispanoamérica se ha intentado imponer la civilización occidental por fuerza. En ocasiones con aparente éxito. Pero tarde o temprano la envidiosa barbarie impone los mitos en que se empeña en creer la mayoría. El problema de México no se limita a López Obrador –que será malo, pésimo o catastrófico hasta donde quiera y pueda– El problema de México –común al resto de Hispanoamérica– es que lo que se empeñan en creer nuestras mayorías hace imposible la institucionalización de los valores que garantizan la prosperidad y la paz.
Cada vez que nos aproximamos débilmente a instituciones de las emergerían economías de mercado avanzadas. Las mayorías saltan al vacío arrastrando a todos consigo. Y tras las consecuencias ineludibles –malas o peores según pudieron– No será a sus propios errores que atribuirán esas mayorías y sus demagogos caudillos el fracaso. Será a “enemigos del pueblo”. A mentiras y propaganda se aferrarán para repetir los mismos errores. En uno y otro salto al vació. Para cada vez peores fracasos.