Recientemente Nicolás Maduro escenificaba actos de lealtad a su persona, del poder material y formal en Venezuela. Mandos militares y asamblea constituyente. Saludaba a su constituyente –hija de un teatro seudoelectoral previo al de su re-“elección”– como plenipotenciaria asamblea.
Todos los poderes concentrados –y sin límites– en una asamblea es formalmente totalitarismo. Que responda servilmente a uno es dictadura materialmente unipersonal. Y no podía ser de otra forma. Elevado a los altares como San Agustín y admirado por lo más destacado de la intelectualidad hasta nuestros días –amigos o enemigos de su fe, e ideas– el filósofo y teólogo, Agustín de Hipona en el Capítulo 4 del Libro IV de La Ciudad de Dios, ya nos decía:
“Las asambleas de bandidos son como imperios pequeños: una tropa de hombres gobernados por un jefe, unidos por cierta alianza, que se reparten el botín según lo convenido. Si una compañía de este tipo crece, y cuenta con perversos suficientes en sus filas como para conquistar lugares y asentar su poderío, tomando villas y sometiendo pueblos, entonces se les llama un Estado”.
Afirmaba que en ausencia de justicia, a eso –no a otra cosa– se reducía materialmente cualquier Estado. Entendiendo a San Agustín a la luz de Santo Tomás, hablaba de Derecho. Derecho como Ley que en justicia limita a gobernantes garantizando dignidad a gobernados. Y así nos lo planteaba el sacerdote, filósofo y teólogo Joseph Ratzinger –hoy Papa emérito Benedicto XVI– cuando durante su pontificado afirmó ante el Reichstag alemán:
“‘Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?’, dijo en cierta ocasión San Agustín. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del Derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
No sorprende la amalgama del crimen organizado internacional con Estados en que se establecen dictaduras totalitarias, material –e incluso formalmente– sobre el Derecho. Otro producto de la adoración supersticiosa del Estado por gran parte de la intelectualidad durante un par de siglos. Hoy pocos entienden que el Estado no somos todos. Las propiedades del Estado no son “de todos”.
Lo que es del Estado no es del pueblo. Lo que es del pueblo no es del Estado. El Estado no es producto de un “pacto social”. Y el gobierno democrático no puede –en Derecho– ser absoluto. La democracia debe ser limitada por los derechos individuales. ¿O el conflicto entre varios violadores y una víctima, se “resolvería” votando? ¿Y no sería crimen un genocidio que votó una mayoría?
El Estado es el monopolio del expolio. Útil para los gobernados cuando limita el robo en magnitud y tiempo previamente conocidos. Para mantener tal monopolio deberá proteger su soberanía territorial, así como las vidas y propiedades de gobernados, de cualquier otra amenaza.
Y para tener cada vez más, deberá dejar a sus gobernados suficiente para prosperar. Pero mayor libertad y prosperidad implican someter al Estado al control de sus gobernados. El progreso de la civilización es posible únicamente bajo gobiernos limitados en atribuciones, poderes y recursos.
Socialismo es expresión filosófica y proyecto político de grupos parasitarios. Aspiración atávica de retorno al colectivismo tribal más primitivo. Por eso requiere engaño y envidia para vender emocionalmente una utopía totalitaria inviable. El liberalismo es lo contrario. Es –ante todo– estudio teórico de la práctica tradición de las sociedades más exitosas.
Las que por más tiempo lograren mayor grado de gobierno limitado. Es la exigencia de la civilización por la implantación global de propiedad, libre mercado y Derecho. Es individualidad y su sentido de justicia . Contra envidia y parasitismo.
Hay dos tipos de socialismo, los que ya han colapsado y los que colapsarán. Todos los intentos por establecerlo concluyeron en muerte, hambre, destrucción, tortura y desolación material y moral. Los socialistas negarán la realidad misma en su atávica aspiración. Pero la realidad existe –tanto cuando la podemos conocer como cuando no– es una sola –error y mentira son muchos– y verdad es correspondencia entre realidad y la comprensión que de ella tenemos.
A diferencia del siglo XX, en que prometía –e incumplía– producir más que el capitalismo, el socialismo del siglo XXI afirma que la prosperidad es ecológicamente insostenible. Contra los neomaltusianismos, la ciencia económica explica cómo se logran resultados crecientes combinado recursos limitados.
La innovación tecnológica y organizacional de la producción, son ilimitadas en tanto ideas. Pero Paul Ehrlich quien todavía afirma que “la mayoría de la gente no reconoce que, al menos en los países ricos, el crecimiento económico es la enfermedad no la cura” ya afirmaba en 1968 que “sería imposible que la India alimentara a 200 millones adicionales de personas para 1971” En la edición de 1980 de La Bomba Poblacional, omitió todo comentario del asunto pues los hindúes exportaban entonces excedentes de grano a la URSS.
Toda predicción del ecologismo político sobre catástrofes apocalípticas de la civilización industrial capitalista: La hambruna universal en los años 60. El enfriamiento global y la nueva edad glaciar en los 70. Luego el calentamiento global. Nuevamente la hambruna universal.
Y finalmente el apocalipsis por cambio climático en cualquier dirección. Resultaron esencialmente falsas. Pudieran tropezar con un problema real accidentalmente. Pero los que publicitan son excusas para insistir en la inviable planificación central socialista como “solución” a problemas que, de ser reales, sería imposible enfrentar con algo económicamente inviable y ecológicamente destructivo. Al final. Igualitarismo o ambientalismo. Clase o genero. Resultarán mentiras. La única verdad del socialismo será totalitarismo imperando sobre miseria.