EE.UU. todavía es la primera potencia militar, la principal República democrática y la mayor economía de libre mercado del planeta. China asoma como la más grande economía nacional del mundo. Sus zonas económicas especiales e intervenida apertura parcial sacaron a miles de millones de la miseria. Pero China sigue lejos de una economía de libre mercado. Con desviaciones proteccionistas, intervencionistas y contradicciones culturales, los EE.UU. disfrutan más libertad económica que cualquier gran potencia alternativa. Abandonar valores que le hicieron grande es lo que está haciéndoles una potencia declinante. No es irreversible. Pero lo efectivo para retrasarlo y maquillarlo por ahora, difiere mucho de lo que permitiría revertirlo.
Recordemos que la revolución americana empezó como rebelión contra la tardía imposición de impuestos inconsultos y otras arbitrariedades en colonias materialmente autónomas con experiencia de autogobierno. Los rebeldes no lucharon por derechos a los que aspiraban, sino en defensa de aquellos vigentes en su derecho consuetudinario de tradición inglesa. No tomaron las armas pensando fundar una república. La escalada de la guerra les forzó a declarar y asegurar su independencia. Al establecer su República, temían que, como las republicas antiguas, sucumbiera entre demagogia y tiranía. Su solución constitucional fue un gobierno limitado por la división de poderes, con cuidadosos pesos y contrapesos, para que la República navegara entre las amenazas de la demagogia y la oligarquía. Su razonable éxito dinámico dependió más bien de algo que daban por hecho. Un consenso moral que resumió Thomas Jefferson:
“…justa libertad, significa no tener obstáculos en la acción de acuerdo con nuestra voluntad, dentro de los límites dibujados alrededor de nosotros por la igualdad de derechos de los demás. No agrego “dentro de los límites de la ley”, porque la ley es a menudo hecha a voluntad de los tiranos…”
Consenso que terminaría sobreponiéndose –incluso sangrientamente– a costumbres ancestrales legitimadas por la ley contra la moral. Ese consenso moral desapareció poco a poco en un dilatado período. Eso reveló que la división de poderes no evitaría que intereses concentrados hicieran de una legislatura omnipotente su casa de subastas de privilegios.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX la intelectualidad de los EE.UU. fue abandonando la idea de libertad como ausencia de restricción arbitraria y adoptando la de libertad como poder material de hacer lo deseado. Idea de libertad que exigía que el poder de hacer, de quienes de pocos medios materiales disfrutaren, creciera redistribuyendo la riqueza por la fuerza. Ese mal llamado progresismo se implantó profundamente en el gobierno federal con Franklin D. Roosevelt. Un intervencionismo redistributivo con gasto público deficitario que transformó una severa depresión en prolongada recesión. Que contra la evidencia afirmen que sacó la economía de la recesión el común de textos de historia económica y general, muestra el éxito cultural de sus bases filosóficas.
Como la revolución americana fue un éxito, la contrarrevolución progresista debió disfrazarse de continuación de aquella para venderse. Y así se vendió. Los filósofos más influyentes en los EE.UU. del siglo XX serían John Dewey y John Rawlls. Dewey impuso la idea de la libertad como sinónimo de poder para proponer un confuso socialismo de raíces británicas –fabianas y laboristas– e influencias marxistas, como fundamento material –supuestamente científico y racional– de esa libertad. Denominando liberalismo a su socialismo, afirmaría:
“…el liberalismo será una causa perdida por mucho tiempo si no está dispuesto a ir más allá y socializa las fuerzas de producción, de manera que la libertad de los individuos venga respaldada por la propia estructura de la organización económica. El principal cometido de la organización económica en la vida humana es proporcionar una base segura para la expresión escalonada de las potencialidades del individuo y para la satisfacción de las necesidades humanas en direcciones no económicas.”
Aunque contrario al socialismo soviético, reinterpretándolo compartía lo fundamental del marxismo. Y dos puntos clave del leninismo. La socialización de la producción y el dogmatismo cientificista. Entendió que su ideal de sociedad:
“…necesita una filosofía que reconozca el carácter objetivo de la libertad y su dependencia de una congruencia entre el medio ambiente y las necesidades humanas, concordancia que sólo puede lograrse por medio de una profunda reflexión y una aplicación incesante, ya que la libertad real depende de condiciones de trabajo social y científicamente estructuradas.”
Su influencia explica que en las universidades de EE.UU. prevaleciera de los ‘30 a la temprana postguerra –bajo la hipócrita etiqueta de liberal– un batiburrillo de intervencionismo socialdemócrata redistributivo, con socialismo Fabiano y trotskismo. En clave de izquierda antisoviética, o al menos anti estalinista. Desplazando los principios realmente liberales en que se fundaron los EE.UU. y superando la influencia del marxismo pro-soviético, ese izquierdismo académico condicionó exitosamente la prensa, literatura, cine y cultura. Y en tanto sus ideas prevalecieron:
- Su versión moderada justificó el intervencionismo en el que florecieron privilegios, monopolios protegidos y limitaciones a la competencia. Feria de corrupción legislativa bajo edulcorada capa de lenguaje social.
- Su versión radical, abrió el campo entre las décadas de los ´60 y ´70 a la contracultura que en el mundo académico adoptó el marxismo de la Escuela de Frankfurt. Especialmente a Marcuse. Iniciando el multiforme activismo hoy genéricamente llamado marxismo cultural.
Entorno intelectual abundante en racionalizaciones del primitivismo moral a que se reduce todo socialismo. De la influyente y tan genialmente formulada como moralmente nefasta teoría de la justicia de Rawlls. A la artificiosa teoría de Piketty, predictiva del empobrecimiento relativo creciente por el alto rendimiento del capital.