Nací en un país desarrollado y próspero, en que se pagaban salarios entre los más altos del mundo. Un país con una de las monedas más solidas del planeta. Tierra de oportunidades que atraía inmigrantes –como mis padres– con prosperidad y paz. En el curso de mi vida, lo he visto transformarse en uno de los países más miserables y violentos del orbe. Tierra de emigrantes. Origen de refugiados que huyen de la miseria y la violencia. Destruido el país. Destruido su aparato productivo. Destruida su moneda. Son los frutos del socialismo, primero moderado y luego revolucionario. Y nos hundiremos más, porque ante la brutal y destructiva dictadura socialista en el poder las únicas alternativas políticamente practicables realmente existentes son socialismos moderados. Ya económicamente impracticables.
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La mayoría de venezolanos se opone al totalitarismo socialista porque sufre sus frutos. Una minoría lo apoya, y no se limita a los esbirros, no menos de tres millones y medio de venezolanos, dependientes y creyentes, apuesta por una “paz” que no será sino violencia y miseria. El resto, mayoría que hoy resulta de sumar desesperanza con desesperación, con escasas excepciones aspira a un socialismo moderado que sí funcione. Eso no existe, ni existirá. En un país que hace medio siglo disfrutó una economía desarrollada. Hoy en la miseria –tras medio siglo de socialismo moderado y radical– Los millones de creyentes del socialismo moderado o radical. Son la mayor de nuestras tragedias. Y resultado lógico del tipo de tipo de consenso moral que prevalece en nuestro tiempo.
Me temo que la tragedia venezolana podría repetirse fácilmente en cualquier lugar del mundo en que se apropie del consenso moral una intelectualidad socialista. El socialismo es un atavismo moral que justifica y racionaliza “moralmente” el totalitarismo y sus crímenes genocidas. Que hoy domine buena parte de nuestros grandes consensos morales empuja a muchos liberales a adoptar inconscientemente valores de una moral primitiva impracticable en la civilización capitalista. Porque como indicó Friedrich Hayek:
“Este conflicto entre lo que los hombres todavía emotivamente sienten y la disciplina de unas normas imprescindibles a la Sociedad Abierta es ciertamente una de las causas fundamentales de lo que se ha dado en llamar la “fragilidad de la libertad”: todo intento de modelar la Gran Sociedad a imagen y semejanza del pequeño grupo familiar, o de convertirla en una comunidad en la que los individuos se vean obligados a perseguir idénticos fines claramente perceptibles, conduce irremediablemente a la sociedad totalitaria.”
La solución no es someter racionalmente toda interacción humana a la moral civilizada. Sería imposible porque carecemos de la información necesaria, debido a la naturaleza dispersa, subjetiva, circunstancial, intransmisible e incluso efímera de la misma. También porque los individuos que cooperan impersonalmente en la sociedad extensa requieren para su supervivencia y desarrollo de órdenes en los que prevale parte de la moral primitiva. Pero limitada a esos ámbitos específicos, y bajo la normatividad impersonal del orden extenso.
Lo que sí es posible reconstruir racional, pero muy prudentemente a la luz de la teoría del orden espontáneo es nuestra idea de Ley natural como fuente de normatividad moral deducida de la propia naturaleza humana. Ni la naturaleza humana, ni la ley natural de ella deducida son a esa luz eternas e inmutables, pero tampoco históricas o volitivas.
A la velocidad relativa del la evolución social, la evolución biológica nos presenta una naturaleza aparentemente inmutable en la categoría de especie. Pero a la escala temporal de la evolución cultural —fenómenos intersubjetivos inter-generacionales— es la tradición lo aparentemente inmutable, sujeto más a interpretación que a reconstrucción. Aunque evolucionan las tradiciones, especialmente cuando prevalece la tolerancia con la experimentación moral sobre la asfixiante calidez del microcosmos y su intolerancia con toda novedad o diferencia destacable.
Someter el orden praxeológico de la civilización al orden teleológico de la tribu garantizaría la destrucción de la civilización y sus frutos materiales, intelectuales y morales. Incorporar la moral tribal dentro y bajo la moral de la civilización implica, además de la supervivencia de sus mejores aspectos, su rica evolución dentro del marco de la sociedad extensa que no podría existir sin subsumir órdenes teleológicos tradicionales familiares y comunales. Y desarrollar nuevos a parecidos efectos. La civilización empieza con —y finalmente es poco más que— la sustitución de la xenofobia tribal, con su violencia y aislamiento, por el orden intersubjetivo extenso del descubrimiento, división del trabajo y conocimiento con intercambio creciente.
El orden atávico que subsiste hasta cierto punto en la familia, voluntarias organizaciones comunitarias y otros pequeños grupos formales e informales, representan el espacio civilizado del orden tribal y su moral específica. Espacio que se enriquece, varía y evoluciona al estar inmerso en la intersubjetividad evolutiva del orden extenso.
Sufre la mentalidad atávica porque la civilización valora la diferencia, se excita la atávica envidia, ante el éxito de los más talentosos o afortunados. Pero es el control de esos sentimientos negativos —que no su supresión— por la moral civilizatoria lo que permite dar un espacio civilizado al altruismo. Envidia y la obediencia, trastocados en generosidad, competencia y disciplina. Así la evolución del orden primitivo dentro del orden extenso permite a su vez la emergencia de órdenes intermedios. Y una cultura comunitaria inmensamente más diversa, rica y libre que la que en el mejor de los casos permitiría un orden puramente tribal. Más o menos aislado.
Apenas un intelectual notó que a mediados del siglo pasado comenzó a fallar justamente en eso, un ápice más que en otros lugares, la cultura en mi país. No más. Incluso menos de los que en muchos desarrollados está fallando hoy. Y a largo plazo, más que suficiente para llegar a las condiciones de ascenso al poder de los verdugos de nuestro trágico presente.