A siglos de distancia impresiona que a partir del respeto al derecho de propiedad de los súbditos estableciera una radical diferencia Juan de Mariana entre Rey legítimo y tirano. Un autor para el que, quien no respete tales derechos es sujeto de legítimo tiranicidio por cualquier particular, cuando impidiera el tirano a los pueblos ejercer sus derechos de reunirse a fin de resistirle. Mariana en 1609 afirmaba que:
“Ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esa razón disponer de las haciendas de los particulares ni apoderarse de ellas […] si los reyes fueran señores de todo no sería tan reprendida Jezabel ni tan castigada porque tomó la viña de Nabot […] El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razón y la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo Derecho”.
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Para Mariana “El rey gobierna hombres libres” a los que no podrá impedir que se armen y entrenen. Tanto para defenderlo en guerra justa como para resistirle en tiranía. El gobernante legítimo está limitado por el derecho. A los súbditos no puede obligarles a lo que en derecho no están obligados. No puede tomar su propiedad. Sin su autorización no puede imponerles tributos. Es de tiranos la inflación monetaria. No puede imponer su voluntad sobre las leyes y costumbres del Reino. Esa doctrina de límites al poder de escolásticos españoles de finales los siglos XVI y XVII la expresaran los padres fundadores de EE. UU. en el siglo XVIII como causa justa de su levantamiento.
Nos guste o no. Es imposible negar que una doctrina que podemos rastrear a la España del siglo XVI no prevaleciera en la cultura de esos Reinos de España, ni parte alguna del imperio que dejó Felipe II a sus descendientes. Sino en las islas británicas y sus colonias. Contra teorías y tempranas prácticas absolutistas de los Tudor, estas ideas se materializaron finalmente mejor en la Revolución gloriosa del Reino Unido y en la Revolución Americana por la que 13 de sus colonias alcanzan la independencia en el siglo XVIII. En España y los países que se independizaron del antiguo imperio español, fueron otras, muy diferentes y para nada exitosas las prevalecientes.
Las sociedades más libres serán las más prosperas y las sociedades más sojuzgadas las más pobres. Hay clara correlación estadística entre libertad, Estado de derecho y prosperidad material. Es porque la libertad es un valor que emerge en concordancia evolutiva con los de la moral impersonal civilizada de igual respeto a la propiedad de propios y extraños. El Derecho es finalmente parte de esa moral. El Estado de Derecho es entonces garantía del que restricciones a la libertad de cada uno se limiten, única y exclusivamente a lo estrictamente necesario para mantener la libertad de todos y cada uno.
Pero lo cierto es que toda ley, a menos que sea pura y brutal voluntad del poder, está limitada por la evolución de las costumbres. No es fácil imponer costumbres civilizadas a pueblos bárbaros. Ni es materialmente posible obligar a ser libres a quienes se nieguen a serlo. Por eso desde el punto de vista de una cultura que ha evolucionado hacia una mayor libertad, el consenso intersubjetivo de otras que no evolucionaron en esa dirección luce tiránico. Es obvio tal juicio de valor sobre otra cultura cuando todas compiten en procesos de selección adaptativa. Eventualmente unas superarán y cambiaran a otras por ventajas evolutivas de valores institucionalizados.
Por eso es titánico imponer por fuerza una Ley más justa y civilizada contra costumbres incivilizadas fuertemente establecidas. Tal ley no será obedecida por quienes no la entenderán sino como la más terrible de las tiranías. Y sin embargo, si aceptaremos que bajo un mismo Estado y en un mismo territorio las diferentes culturas se guiasen a partir de sus costumbres por las diferentes leyes que de ellas emergieren. Los conflictos entre hombres que conviven y negocian entre sí exigirían una armonización que terminaría por imponer unas leyes sobre otras. Pero al final lo que se impondrá por la propia selección adaptativa entre culturas son unas costumbres sobre otras, un código moral sobre otro. Es lo que ha ocurrido desde el sistema jurídico carolingio hasta los sistemas jurídicos del imperialismo europeo tardío sobre colonias y protectorados del siglo XIX.
Sería mucho más fácil explicar hoy a un victoriano intelectualmente honesto el error de su visión racista sobre “la misión del hombre blanco” a lograr que un intelectual izquierdista actual admita que el relativismo cultural que prevalece entre la intelectualidad izquierdista occidental no es menos falso. Los más prósperos y poderosos necesariamente terminan, incluso involuntariamente, por imponer su civilización de una u otra forma. Pacifica y violentamente. Del mutuo conocimiento y la interculturación no puede resultar otra tendencia dominante que la adopción de usos y costumbres de las culturas más fuertes por las más débiles. Y algo de lo contrario que dote de valiosa diversidad a culturas dominantes. Que las claves del éxito de una cultura se pudieran rastrear a otras en que las mismas ideas se conocieron y adoptaron hasta cierto punto antes, pero en las que no prevalecieron finalmente, no tendría por qué asombrar a quien deba su libertad y prosperidad al que sus antepasados las copiaran en forma de esos otros. El éxito fue que las materializaran más y mejor en sus costumbres. Hoy muchos otros parecen estar haciendo eso mismo, y de ser así, extraordinarios efectos se verán en un futuro mejor, no demasiado lejano.