Para el común de quienes creen que la historia prueba algo sobre el orden social, poco significa que todos los esfuerzos por imponer la ética del altruismo en la sociedad condujesen a totalitarismos criminales e infernales. Experimentos fallidos, rápidamente destruidos por enemigos externos, o lentamente colapsados bajo el peso de su intrínseca inviabilidad económica.
No es fácil admitir tal realidad para quien acepta el axioma del sacrificio individual por el colectivo. La apropiación de la ética por la intelectualidad izquierdista, descrita con erudición por Armando Rivas, se completa en tanto quienes se opongan al colectivismo compartan, consciente o inconscientemente, tal ética impracticable como la única posible.
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Quienes definen altruismo como virtud y egoísmo como vicio se condenan a sí mismos a ser hipócritas o suicidas. Conductas altruistas corresponden exclusivamente a circunstancias extraordinarias. Y no hay generosidad material viable sin superar el nivel de subsistencia. Nada bueno resulta del que el daño auto infligido en aras del bien ajeno, se considere virtud. Tampoco del que la autopreservación, el amor propio y la búsqueda de la felicidad, en la subjetiva expresión y desarrollo de las preferencias y talentos personales, se declaren malignos.
En ese aspecto fue Ayn Rand quien mejor explicó que la pretensión de una moral impracticable terminará en la justificación de cualquier práctica inmoral. Porque: “…si se comienza por aceptar “el bien común” como un axioma y se considera el bien individual como una consecuencia posible, aunque no necesaria (no necesaria en cualquier caso en particular), se termina con un absurdo tan espantoso como el de la Unión Soviética, un país que declara a todas voces dedicarse al “bien común”, mientras la totalidad de su población, con la excepción del pequeño grupo gobernante, se ha debatido por más de dos generaciones en una miseria subhumana.”
Únicamente la estupidez y la envidia considera “ladrón” a quien exija un precio nominal más alto por lo que venda, cuando aquellos a los que tales idiotas elevan al poder destruyen el valor del dinero con inflación, impuestos, regulaciones y arbitrariedades. Si aceptamos una ética impracticable porque en aquélla coinciden hipócritamente la mayoría de artistas, intelectuales, políticos y sacerdotes, caeremos en sacrificio inútil, culpa insensata e hipocresía moral que garantizan totalitarismo, genocidio y destrucción. Al infierno lo materializa en la tierra la pretendida bondad absoluta de un ideal impracticable, contradictorio e insubstancial.
El objeto ético del hombre es la persecución de su propia felicidad, no por el disfrute de los sentidos, sino por el desarrollo de su potencial intelectual, material y moral. Tal es la ética del individualismo, la tolerancia y la paz. A ella se opone la envidiosa moral primitiva del colectivismo predicando la fe en la “virtud” de la violencia de clase y el autosacrificio por la entelequia que proclama moralmente superior un orden social materialmente inviable.
Es lógico que contra aquello se profundice en la fundamentación moral de la economía de mercado y la sociedad libre. De poco sirve mostrar la realidad material y lógica de la escasez. O señalar la abrumadora evidencia teórica e histórica de la necesidad de una sociedad libre que institucionaliza mercado y dinero para sostener la vida de millones de seres humanos. Miles de millones que simplemente no sobrevivirían en otro orden social. De poco sirve demostrar la indiscutible imposibilidad de los procesos intersubjetivos de la economía libre en ausencia de plena propiedad privada, o el necesario equilibrio dinámico entre la institucionalidad evolutiva del mercado y la de su correspondiente marco jurídico y moral. Es inútil ante creyentes de las supuestas: maldad moral de la civilización y bondad moral inherente de ideas que exclusivamente producen miseria, violencia e injusticia. Mientras subsista el convencimiento moral erróneo, el imperativo ético de repetir el error será inmune a la razón misma. Y la estafa se impondrá una y otra vez.
Esto no significa, como tienden a concluir los desinformados, que él problema de los fundamentos éticos de la libertad esté en que los liberales estudien mucha economía política. Tampoco en que se nieguen a sustentar el orden social libre en textos sagrados de religión alguna. Si un error ha evitado el liberalismo es ese. La tolerancia, valor institucionalizado del liberalismo, implica que cada creyente soporte su ética en la teología de su propia religión, como cada incrédulo en la tradición moral que adopte. Mientras de suyo, los intentos inconsistentes de sostener la bondad del mercado desde la moral colectivista terminan siendo variantes de lo que es razonable definir como socialismo en sentido amplio.
Es indudable que la idea misma de racionalidad contemporánea es sinónimo de cálculo. Tal convención cultural tiene orígenes perfectamente claros en la historia de la filosofía. Kant exilia la metafísica a la Siberia de la creencia, reduciendo el saber racional a la integración copernicana de la matemática y la física. Aunque él mismo pretendió evadir las consecuencias con un imperativo categórico (axioma ético universal de la razón) la moral no sería en ese sentido racional, ni siquiera posible. Pero esa misma razón científica descubre sus propios límites y nos redescubre la moral en los órdenes evolutivos espontáneos que necesariamente estudia.
La moral evoluciona por selección adaptativa. Somos seres dotados de razón y capaces de aprender. Sabemos, nos guste o no, que la moral colectivista causa miseria y muerte, mientras la moral individualista ocasiona vida y prosperidad. Es por eso que podemos encontrar en la confluencia de nuestra emocionalidad, estética, sentido de justicia y racionalidad la ética del descubrimiento que nos permite sentir la justicia y explicar la virtud de los valores morales que conducen al hombre a la búsqueda virtuosa de su propia felicidad. Y a la sociedad a la paz y la prosperidad.