Una economía sin dinero, sin precios, sin mercado, en que no hubiera “tuyo y mío”, en que todos trabajaran colectiva y exclusivamente por fines comunes y compartieran los frutos en común, mantendría en precaria subsistencia menos de un millón de seres humanos sobre el planeta. Incluso los soviéticos tropezaron con la realidad hasta cierto punto.
Bien dice Mao Yuxi “El dinero y los precios juegan un papel importante en el desarrollo de la sociedad. Del que nadie pueda esperar reemplazar las emociones como el amor y la amistad con el dinero, no se sigue, sin embargo, que el amor y la amistad puedan reemplazar al dinero.” La racionalización de la envidia y manipulación del resentimiento por intelectuales autodenominados progresistas con respaldo papal no cambian la realidad. Sin dinero no hay civilización y sin civilización la humanidad se reduciría a una ínfima y miserable parte de la que hoy subsiste. Sin el dinero, miles de millones morirían de hambre, por eso atacar al dinero es una idiotez inevitablemente genocida.
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Denominamos orden espontáneo de la sociedad al conjunto de ordenes evolutivos interrelacionados que son “producto de la acción humana más no de la voluntad humana”. En tal orden emerge la libertad y la consecuente diversidad como claves del progreso de la civilización. La innovación es parte de ese proceso evolutivo. Permite experimentar ideas, adoptarlas o descartarlas por resultados. La legislación positivista distorsiona el proceso natural de evolución social de conductas institucionalizadas por la costumbre mediante selección adaptativa.
El dinero en cuanto institución, y lo que entendemos como economía financiera actualmente, están entre los ejes críticos más frágiles del equilibrio dinámico de ese orden espontáneo. Y está entre los más interferidos desde tiempos remotos de manera creciente por el poder político. Retornarlo al imperio de derecho común para retomar su evolución espontánea es un objetivo de primer orden para garantizar la libertad.
Podemos imaginar un sistema de “mercado” sin intercambio indirecto, la remota existencia de aquéllos en la sociedad es un hecho histórico (y prehistórico) comprobado razonablemente. Pero sería incapaz de garantizar la base material de una sociedad tan numerosa, diversa y compleja como la actual. Carecería del sistema de precios capaz de sintetizar infinidad información y conocimiento disperso, subjetivo e intransmisible en información implícita de sencilla valoración. Sin dinero no hay precios y sin precios no hay civilización. Ni humanidad en los números actuales.
La evolución del dinero como mercancía de creciente aceptación, por características que facilitaran usarlo como medio de intercambio indirecto ocurrió junto con la del propio comercio. Probablemente (al menos en ciertas culturas) se remonte al intercambio simbólico de obsequios.
Eventualmente se generalizó en intercambios pactados cuya frecuencia permitió descubrir medios de intercambio indirectos. Pasarían por diversidad de mercancías hasta prevalecer los metales preciosos. Que un bien sea universalmente aceptado como dinero implica que aunque fueron sus usos no dinerarios los que condicionaron tan preferencia, una vez establecida suba su precio por encima de lo que la demanda no dineraria hubiera determinado. Por contrapartida, su desplazamiento del uso dinerario conlleva una caída de la demanda y con ello del precio. En un mundo de papel de curso legal, lo mismo se puede decir de unas divisas respecto a otras.
Podemos resumir el largo proceso de envilecimiento inflacionario desde las monedas metálicas de la antigüedad al papel de curso legal de forma muy rápida. El patrón oro tardó milenios en evolucionar. La comodidad de sustitutos monetarios, como billetes de banco, acostumbró al público a considerarlos idénticos al dinero para propósitos prácticos. Eso permitió emitirlos en mayor cantidad al dinero que efectivamente había para respaldarlos.
El Estado se apropió poco a poco del privilegio de emisión. Abusó al punto de requerir del curso legal para un papel moneda definitivamente separado de dinero real que precariamente lo respaldaba. El dinero dejo de ser mercancía que había evolucionado en el orden espontaneo. Es orden arbitraria del gobernante.
Pero llegar al establecimiento del curso legal desvinculado del oro en la segunda mitad de siglo pasado, requirió que a lo largo del siglo XIX se subvirtiera el patrón metálico por medio de un sigiloso mecanismo de creación de circulante sin respaldo, en ausencia del cual difícilmente hubiéramos llegado a esto.
Nuestro sistema monetario y financiero global es, a grandes rasgos, producto de la británica ley Peel de 1844 con la que nacen los modernos bancos centrales. Rothbard aclara que:
“La ley Peel oficializa en lo esencial el principio monetario […] depósitos […] completamente libres y sin regular, mientras que a los billetes se les señalaría un tope […] con el correspondiente en activos de valores públicos […] cualquier nueva emisión de billetes habría hacerse sobre la base de una reserva 100 por 100 en oro […] la concesión al banco de Inglaterra del monopolio de la emisión de billetes […] bancos en forma de sociedad anónima y regionales) se les integraría cuidadosamente en un cártel bajo la protección del Banco de Inglaterra.”
Con el sistema de patrón metálico fijado por la Ley Peel es inevitable que por depósitos a la vista se cree dinero sin respaldo en reservas de oro. Consecuentemente el dinero fiduciario superará por mucho la base monetaria haciéndonos olvidar que alguna vez la relación de magnitudes fuera la inversa.
A partir de ahí, los bancos centrales no podrán sostener un patrón oro y el dinero dejará de ser producto del mercado. Su valor dependerá de algo tan escaso e improbable como la prudencia y sabiduría de políticos y burócratas. Con el Estado más constreñido por la institucionalización de límites al poder del gobernante y división de poderes el dinero degradado será una triste e incompleta sombra del dinero de mercado. Sin eso, será su negación y la destrucción de vidas y propiedades por la inflación recurrente.