Aunque contrario a limitar el voto a los propietarios, entendía Benjamin Franklin que “La democracia son dos lobos y un cordero votando qué se va a comer. ¡La libertad es un cordero bien armado rebatiendo el voto!” Tema de actualidad tras la pataleta global de la intelectualidad socialista y sus cachorros por resultados electorales que les fueron adversos. El Brexit, el referéndum colombiano y la victoria de Trump. Cuando ganan, la democracia es la voz inapelable de las mayorías. Cuando pierden, el más grosero elitismo revelador de su hipocresía los domina.
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Hay corrientes del socialismo profundamente antidemocráticas. Proclaman abiertamente que una minoría “iluminada” auto-denominada vanguardia deberá tomar el poder y gobernar por la fuerza. Una minoría que se autodenomina superior tradicionalmente se llamaría aristocracia. La comunista insiste en autodenominarse vanguardia, incluso tras establecer dinastías hereditarias como la norcoreana.
Minorías han gobernado mayorías por la fuerza toda la historia. No es nuevo. Ni es nueva la glorificación de la tiranía colectivista, de Platón a nuestros días. Los resultados del experimento el siglo pasado superan los 100 millones de muertos. El aristocrático hombre nuevo socialista resultó un viejo conocido. Buen ejemplo, Beria, jefe de la policía política soviética, durante décadas secuestró a miles de mujeres y niñas para violarlas y en algunos casos asesinarlas. En perfecta impunidad.
Otras vertientes del socialismo son profundamente democráticas. No mejores moralmente. Los socialistas democráticos aspiran a ser la quinta esencia de la democracia. Están a punto de admitir que el conflicto entre cinco violadores y una víctima pudiera resolverse votando y sometiéndose a la voluntad de la mayoría.
La democracia es una forma de tomar decisiones. Entre esas decisiones está frecuentemente quién ha de gobernar y cómo ha de gobernar. Si el poder ha de tener límites, la democracia ha de tener límites. En el pasado se establecieron límites al voto que parecían entonces razonables. Hoy los encontramos arbitrarios e inaceptables.
Todavía ponemos límites que hoy nos parecen razonables. Lo que hemos cambiado. Y a decir verdad mejorado. Son las razones para estar, o no estar, en el censo de electores, que en Occidente al menos ya no incluyen la religión, la raza, el sexo o ser propietario. Amenaza es que algunos quieran que sea impedimento para votar el defender ideas que quienes gobiernan consideren contrarias a la democracia misma.
Los socialistas que habían abrazado esperanzados el populismo exitoso del socialismo del siglo XXI y hasta ayer se consideraban demócratas ilimitados, hoy protestan contra el voto de los viejos, de los ignorantes y en general de todos los que no piensen como ellos. Es risible pero serio. Pasada la pataleta insistirán en adoctrinar a todos y cada uno con todos los recursos del Estado para evitar que voten lo que ellos no quieren que se piense y se vote. Son una minoría organizada y activa, pusilánime moralmente, pero no por ello menos capaz de imponer poco a poco su agenda sobre la mayoría que hoy los abofetea en las urnas. Su sorpresa se debe a que han descubierto que populismo es una técnica y no un monopolio de ellos.
Los límites de la democracia deben existir. Pero no han de ser límites arbitrarios al derecho que tiene todo elector para presentarse en cualquier cargo de elección pública. Ni más limites al derecho de ser elector que los de ser mayor de edad y habitante del ámbito territorial al que corresponde la elección. No se puede limitar el voto exclusivamente a quienes piensan como algunos quieren que todos piensen. No se puede usar al Estado para adoctrinar por medio de la propaganda y la coerción a los votantes y llamarlo formación ciudadana. No es legítimo.
El problema no es quién vota. Ni cómo vota. Es sobre qué se puede votar o sobre qué no. Quienes hoy se debaten entre populismo y elitismo quieren gobiernos ilimitados. Pero temen que se vuelvan en su contra, temen a los resultados contrarios de las urnas porque ellos mismos se empeñaron en que la voluntad democrática se permitiera la violación de derechos individuales. Creían que el abuso sería siempre contra otros. De pronto temen que sea contra ellos.
Los límites de la democracia están en la monstruosa hipótesis de resolver el conflicto entre cinco violadores y una víctima mediante una votación. Lo que a todos repugna en pequeña escala, lo defiende el socialismo democrático a gran escala con éxito. Si los violadores sostuvieran que lo decidieron democráticamente por mayoría, y la víctima perdió la votación, no estarían diciendo algo diferente de quienes sostienen que “los derechos del colectivo están por encima de los del individuo”. La tesis es la misma. El objetivo es el mismo. Se trata de apelar a la mayoría para violar el derecho de propiedad que alguien tiene sobre su propio cuerpo, su propia persona, intelecto y conciencia. Y lo que produzca con ellos.
Los votantes se equivocan, y no por ello deja la democracia de ser un sistema viable para cambiar de gobierno cada cierto tiempo de forma incruenta. El problema no está en que los votantes se equivoquen. La democracia no deja de funcionar porque las personas voten contra lo que los pretenciosos pusilánimes de la intelectualidad izquierdista exigen que voten. El problema está en el desmedido poder que partiendo de las malas ideas que han logrado imponer generaciones de esos intelectuales tienen quienes nos gobiernan. Y claro, como es justo ese poder ilimitado el que desean para los gobiernos, cuando la votación les es adversa se debaten entre la democracia y el elitismo. Y se decantan por el tumulto. Así son.