El fracaso del control de precios para contener la inflación que crea el mismo Estado que lo decreta es una historia antigua infinitas veces repetidas, pero entre los casos más notables de desastre producto de la terca insistencia en el error es digno de destacar el del Augusto emperador Diocleciano, quien por medio de la inflación y el control de precios debilitó la economía del imperio romano lo suficiente como para hacer inviable a largo plazo al imperio occidental.
- Lea más: Banco Central de Venezuela, gran culpable de la galopante inflación
- Lea más: Argentina: Inflación crea roces entre ministro de Hacienda y jefe de Banco Central
Para el año 301 de nuestra era el gobierno del imperio romano tenía un amplio sistema de seguridad social en su capital para literalmente mantener a ciudadanos romanos carentes de medios de fortuna y dotados del derecho al voto para ciertas autoridades. Incluso más costoso que eso era el más grande ejército profesional permanente visto por occidente en la antigüedad, junto con las más abundantes y fastuosas obras públicas nunca antes construidas. Así, el Estado romano requería enormes ingresos tributarios para sostener un gasto público gigantesco.
Ya el poder de elegir Augustos residía claramente en el Ejercito y el de elegir Cesares en los Augustos, pero existían magistraturas que todavía se elegían por el voto de los ciudadanos y a través de tales magistraturas (parte electa de la burocracia imperial) gobernaban Augustos y Cesares. Los emperadores tenían que pagar a los soldados que los elevaban y sostenían en el poder, a los votantes que elegían ciertos magistrados, construir, mantener y hacer funcionar fastuosas obras y servicios públicos, de puentes y caminos hasta baños y circos en todo el dilatado imperio, además de mantener a raya a los enemigos y controlar aliados en sus dilatadas fronteras, todas y cada una, eran políticas costosas.
Al aumentar el número de guerras puramente defensivas (lo que las hacía especialmente costosas en una sociedad esclavista como la romana) y con un tradicional sistema de regulaciones y privilegios el imperio romano recurrió a la inflación en una tradición política autoritaria y marcadamente populista.
Para el año 301 el Augusto emperador Diocleciano notó que sus emisiones de nueva moneda devaluada con las que intentaba cubrir el deficitario gasto publico se diluían en la enorme inflación de precios que esa misma emisión primitiva (pero no por ello menos efectiva) de dinero inflacionario creaba. La obvia relación de causa efecto entre su gigantesca emisión y el aumento de precios era algo que el Augusto no veía, porque no deseaba verla. Como no deseaban verla ninguno de los grandes intelectuales de la antigüedad clásica, de acuerdo a lo que de sus obras nos quedó.
Tampoco veía el muy popular emperador la relación entre la caída de la producción y las regulaciones y privilegios, ni entre la falta de productividad y el desempleo de hombres libres y la improductiva institución esclavista. El Augusto no entendía (como no entienden sus pares de hoy) que si se restringe la oferta con regulaciones, controles y privilegios, y se aumenta la demanda con emisión inorgánica de dinero, se va a tener como consecuencia aumentos inflacionarios de precios junto con escasez recurrente de bienes y servicios.
Lo que entendía Diocleciano era que los aumentos de impuestos siempre son impopulares, tanto como los aumentos de precios y la escasez, pero que los privilegios eran populares porque cada cual tenía el suyo por pequeño que fuera. Soldados y votantes se quejaban de los altos precios, y el poder en última instancia dependía de soldados y votantes. Todos veían dramáticamente que mientras más subían los precios, menos trigo y aceite se producía. Por lo que decretó un amplio y compresivo editum pretiis maximis para fijar los precios que se podía cobrar por casi todo.
A fin de garantizar la seguridad alimentaria del pueblo romano y evitar la especulación eventualmente se prohibió a los campesinos que dejaran de sembrar, a los hijos de los campesinos que dejaran de ser campesinos y a los hijos de los soldados que dejaran de ser soldados, y ese fue el primer paso hacia el feudalismo. Aunque Diocleciano empleó la pena de muerte ampliamente contra la violación del control de precios, pretendiendo garantizar así el abastecimiento, fracasó miserablemente ante la escasez y la carestía. No podía ser de otra forma pues se empeñaba en combatir el incendio con el mismo combustible con que lo había encendido él mismo.
Es inevitable que la inflación monetaria produzca aumentos de precios, como es inevitable que las economías de regulaciones, privilegios e intervención sean improductivas y tengan costosas estructuras de costos garantizadas. Pero también es inevitable que en tales estados de cosas los Augustos, viendo peligrar el presupuesto que requieren para garantizar sus ejércitos, burocracia y aliados políticos domésticos y exteriores, se enfurezcan, expropien, extiendan los controlen, recurran a las penas más severas y terminen creando más inflación y escasez.
Eventualmente el Augusto Diocleciano subió los impuestos y se esforzó en cobrarlos, pero eso tampoco sirvió de mucho en la medida que la economía del imperio se tornó incapaz de sostener a su Estado por la forma en que el primero regulaba e interfería cada vez más la primera. La ironía de la tendencia al intervencionismo, el desprecio por la producción y el comercio, el autoritarismo y la glorificación de la guerra y la política, es lo que ayer y hoy incrementan de manera indetenible el gasto del Estado por los mismos medios y al mismo tiempo que destruyen sus ingresos.