EnglishSi algo nos ha demostrado la historia latinoamericana (particularmente en el siglo XX) es la ambición de los nuevos (y viejos) líderes de reescribir las reglas del juego y refundar las instituciones con las que ellos mismos llegaron al poder. Esta característica inevitable en las denominadas “democracias” de la región, de alterar constituciones a su antojo para aferrarse al poder, ha conllevado a la socavación del Estado de Derecho y al quiebre institucional de las mismas.
Honduras formaba parte de los cuatro países que prohibían absolutamente la reelección presidencial en América Latina, junto con Guatemala, México y Paraguay. Su constitución establecía límites temporales en la duración de los mandatos presidenciales, precisamente para proteger y garantizar el principio republicano de la alternabilidad.
En 2009, el presidente Manuel Zelaya fue depuesto de su cargo por efectivos militares y exiliado a Costa Rica, marcando el primer golpe de Estado militar del siglo XXI en Latinoamérica después de la tercera ola de democratización de los años 80 y 90. Uno de los cargos atribuidos a Zelaya fue el de traición a la patria, el de violentar el mandato constitucional de la no reelección para extender el proyecto “chavista” del “Socialismo del Siglo XXI” en Honduras.
El actual presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, apoyó en su momento el derrocamiento del entonces presidente Zelaya, aduciendo que “la Constitución no se toca” y que Zelaya tenía la intención de perpetuarse en el poder. Ahora, con él a la cabeza del país y aparentemente con un grave caso de amnesia, Honduras se une a replicar las prácticas de los regímenes de Venezuela y Nicaragua, que (¿antes?) se consideraban antidemocráticos por ejercer este mismo tipo de mecanismos para no soltar el poder.
El día martes 22 de abril del 2015, la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia (impuesta ilegalmente por Hernández) aprobó una reforma constitucional que ratifica la reelección presidencial. Después de 33 años, y a través de métodos no ortodoxos (debiese ser el Congreso Nacional o los ciudadanos quienes reforman la constitución, no la Corte Suprema de Honduras) e ilegítimos, el oficialismo logró cambiar los denominados “artículos pétreos” dictados por la Asamblea Constituyente de 1982, el año del retorno a la democracia en Honduras.
Los asambleístas de 1982 habían dictado en la Constitución la ilegalidad de la reelección. Esto para asegurarse que las instituciones del país fueran gobernadas eminentemente por civiles, y no por los caudillos militares que mandaron por tanto tiempo después de la independencia de España, y que violentaban los términos establecidos en las nuevas constituciones a su antojo.
Los diputados oficialistas clamaron que la Constitución era inconstitucional, algo tan inverosímil que hace alusión al realismo mágico de García Márquez
El principio de la alternabilidad estaba tan demarcado en dicha Constitución, que (hasta ayer) se consideraba delito de traición a la patria la infracción a la misma en el ejercicio de la Presidencia de la República, tal como lo dice el artículo cuarto de la Constitución hondureña; la cual además en su artículo 239, establecía una sanción de cese en el ejercicio del cargo y una inhabilitación política por un periodo de diez años, para todo aquel que quebrantara esa disposición constitucional o propusiera su modificación por cualquier vía.
El fallo del martes se dio en respuesta a dos recursos de inconstitucionalidad: el primero fue interpuesto por un grupo de diputados pertenecientes al oficialismo, solicitando la derogatoria del Párrafo Segundo del artículo en mención, clamando que (la Constitución) era inconstitucional (algo tan inverosímil que hace alusión al realismo mágico de García Márquez); el segundo fue interpuesto por el expresidente hondureño Rafael Leonardo Callejas, quien gobernó en el período 1990-1994, apelando de igual forma, a la inaplicabilidad del artículo 239.
La Sala Constitucional emitió una misma sentencia en torno a ambas peticiones, fallando a favor de decretar la inaplicabilidad de los artículos 239 y 240 de la Constitución, que convertían en delito intentar la reelección presidencial.
La ironía de la política en Latinoamérica es tangible: fue ese mismo intento de “manipulación” a los llamados “artículos pétreos” de la Carta Magna hondureña la que provocó la crisis política de 2009 que culminó con el derrocamiento de Zelaya. La diferencia es que Zelaya, en cambio, proponía recurrir a una consulta popular (al estilo de un plebiscito o referendo) que le preguntaría a la ciudadanía si estaba de acuerdo o no con instalar una cuarta urna en las siguientes elecciones presidenciales abordando el tema de si se quería o no la reelección.
Desde esa ilegal destitución de un presidente democráticamente electo, es lógico que el resultado sea un quebrantado Estado de Derecho, una sociedad polarizada, y una concentración desmesurada de poder en el Ejecutivo, todas condiciones que han imperado en Honduras. Esto sumado a una cultura de impunidad en la cual los niveles incontrolables de violencia e inseguridad están a la orden del día y siguen debilitando las ya de por sí frágiles instituciones. La solución del Gobierno de Hernández ante tan calamitosa situación ha sido militarizar el país, aumentando las denuncias de violaciones a derechos humanos y sin ninguna mejoría en la situación de seguridad.
Ante tal escenario, ¿cómo no seguirán las olas de migraciones (ilegales) masivas hacia Estados Unidos, así como ocurrió el verano pasado con el caso de los menores no acompañados? En lugar de enfocarse en temas que son torales para el funcionamiento de la democracia y de la sociedad, como erradicar la pobreza, promover la inversión, mejorar la infraestructura y los servicios públicos de educación y salud, la clase política hondureña apunta a modificar su constitución, manipulando las leyes a su gusto y torciendo en el proceso la noción misma de la democracia.
Así pues, priman una vez más los intereses partidarios y recursos de poder de los reformadores en un régimen de fuerza controlado por un caudillo, que las instituciones republicanas, liberales y democráticas mediante las cuales el poder debiera transferirse pacíficamente entre gobernantes.
Ya conocemos demasiado bien el desenlace fatídico que han tenido las repúblicas cuyos mandatarios han vulnerado las leyes a su antojo para no soltar el poder
¿Qué paso, entonces, con el miedo y la ferviente oposición a la reelección que primaba en el 2009? ¿Desapareció el miedo que conllevó a la mitad de una población a oponerse a Zelaya y a conspirar en su contra, derrocándolo junto con el poder militar?
Si bien las intenciones de Zelaya en su momento eran perniciosas y de igual forma irrespetó el Estado de Derecho, se tomaron medidas para enfrentarlo –medidas erradas e iguales de inconstitucionales que las acciones que condenaban–, pero al menos hubo movilización de la sociedad civil y de la oposición (a pesar de ser reprimida). La situación actual es igual o peor; y la opinión pública hondureña está demostrando un silencio alarmante ante una situación que pone en riesgo la democracia misma.
Para tratar de generar reflexión en estos tiempos de desasosiego, nunca está de más citar las palabras del libertador Simón Bolívar en su famosa frase del Discurso de Angostura: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía… …nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente”.
Ya conocemos demasiado bien el desenlace fatídico que han tenido las repúblicas cuyos mandatarios han vulnerado las leyes a su antojo para no soltar el poder. Parece que Honduras se unirá al concierto de naciones con “democracias autoritarias” en donde destacan Nicaragua, Venezuela, Bolivia y Ecuador.