EnglishEl 15 de abril es el Día de la Recaudación de Impuestos en los Estados Unidos, en el que millones de ciudadanos y residentes de ese país están obligados a emitir cheques a un gobierno que no responde a sus necesidades, reduce su libertad, y socava la elección individual. Si bien puede ser cierto que los gobiernos necesitan dinero para funcionar, la tributación de la que dependen nunca será una actividad voluntaria.
En la gran mayoría de los países del mundo, los impuestos son la principal fuente de ingresos del gobierno. Estos fondos fiscales se recaudan principalmente para financiar lo que se presenta como las necesidades básicas de la nación: Los programas de asistencia social, seguridad y defensa, infraestructura, educación y el cuidado de la salud (y que en realidad son subsidios que no logran mucho más que asegurar la victoria de los políticos en las elecciones futuras).
En este contexto, el decir que “los impuestos son un robo” es legítimo: el cobro de impuestos es una acción coercitiva, y por lo tanto incompatible con la libertad.
Los impuestos le dan a las personas un incentivo para hacer menos de lo que hacen normalmente, castigándolos por ganar más dinero y ser más productivos. Desanimar a la gente en cuanto a la realización de las actividades que valoran es dañino, y a pesar de que el daño es a veces inevitable, debemos tratar de minimizarlo siempre que sea posible.
El ejercicio anual de recaudación de impuestos también refleja la ineficiencia y las malas políticas de los gobiernos, que se traducen en aumentos anuales de las tasas impositivas y terminan siendo perjudiciales para las empresas, las familias y los individuos que pagan impuestos.
Los políticos tienden a creer que los altos impuestos atraerán negocios, porque supuestamente éstos les permiten ofrecer servicios públicos de alta calidad, sobre todo en las áreas de infraestructura y educación. Esto claramente no es el caso: El aumento del costo fiscal de operar en una jurisdicción determinada es contraproducente, ya que disminuye la inversión y promueve la evasión fiscal.
Los que pagamos impuestos —sin importar el estado o el país en el que vivimos— nos identificamos con el viejo dicho que reza “nada de tributación sin representación”. Como ciudadanos responsables, nos preocupa que nuestros países no estén abordando cuestiones cruciales, como la mejora de zonas de libre comercio, el fomento de la inversión, la reducción de impuestos y la desregulación de los mercados financieros.
No nos sentimos “representados” por el gobierno, y además estamos obligados a acatar leyes brutales que nos arrebatan el dinero que ganamos con el sudor de nuestras frentes. Vemos que ese dinero se despilfarra en un gasto gubernamental inútil sin que nadie tenga que rendir cuentas por ello.
Cuando se habla de reforma fiscal —un tema sumamente importante no sólo en Estados Unidos, sino también en muchos otros países— es un hecho ampliamente aceptado que el código tributario presenta un sinfín de lagunas legales. La legislación fiscal es tan compleja que la mayoría de nosotros ni siquiera la entiende, y por lo tanto tenemos que contratar a alguien para asegurarnos de que nuestras actividades económicas cumplan con ella.
En la mayoría de los países latinoamericanos, la presión fiscal siempre se concentra sobre las mismas empresas y personas. Lo menos que podríamos hacer sería ampliar la base tributaria para que no sean siempre los mismos los que más pagan, pero los políticos se oponen a esto sistemáticamente.
La evasión fiscal en el hemisferio occidental favorece la aplicación desproporcionada de impuestos, ya que los controles de las agencias como el Servicio de Impuestos Internos son ineficientes, y son aplicados arbitrariamente y con un marcado sesgo político.
La progresividad de la tasa impositiva en esta parte del mundo —los que más ganan no sólo pagan más, sino una mayor proporción de todo lo que ganan— puede conducir a la frustración general. Fomenta el sentimiento de que uno está pagando impuestos tan altos como los de los países nórdicos, pero recibiendo a cambio servicios públicos deficientes, plagados de problemas semejantes a los de los países africanos subdesarrollados: cortes de energía, sistemas de salud mediocres, sistemas de educación disfuncionales y mala infraestructura.
La única solución real es reducir el tamaño del gobierno, y por lo tanto su poder y justificación para exigirle dinero a los ciudadanos. Una reforma fiscal que reduzca las tasas de impuestos corporativos e individuales, y reduzca las deducciones, también ayudaría a fortalecer la economía, ya que más gente pagaría sus impuestos; esto lo reconoce hasta el gobierno kirchnerista de Argentina. La carga económica que representan los costos administrativos para la declaración de impuestos es especialmente perjudicial para las pequeñas empresas. La gran mayoría pasa más de una semana y gasta varios miles de dólares al año preparando su declaración fiscal, según la Encuesta de Tributación de 2014 de la Asociación Nacional de Pequeños Negocios (NSBA).
En los Estados Unidos, sin embargo, hay dos grandes áreas donde la mayor parte del gasto del gobierno se concentra y se defiende firmemente: la defensa nacional y la atención médica. Por desgracia, el apetito de ésta última para absorber recursos crece cada vez más y va a ser difícil frenarlo.
Con Obamacare, los políticos están intentando dar acceso a todo el mundo al sistema de salud pública, y al mismo tiempo prometen a los que están fuertemente asegurados que no tendrán que restringir su consumo. El aumento de la demanda sin modificar la oferta garantiza que los costos de la atención médica irán en aumento.
Al ritmo actual, incluso con la variedad de nuevos impuestos de Obamacare, el gobierno de Estados Unidos está encaminado hacia el default fiscal en menos de una generación, incluso en el caso de que el gobierno federal dejara de desempeñar todas las demás funciones, incluida la defensa nacional. Queda claro que la política actual no es sostenible y el gasto tiene que disminuir.
Sin importar cuanto dinero paguemos en concepto de impuestos, la insaciabilidad de gobierno garantiza que ninguna cantidad será jamás suficiente. Uno no puede evitar estar de acuerdo con lo que dijo Margaret Thatcher en 1984: “Quiero que me devuelvan mi dinero”.