Hace unas semanas, Uruguay -un país conocido por su estabilidad política y económica en una Sudamérica habitualmente turbulenta- celebró lo que muchos consideraron una de las elecciones presidenciales más aburridas y tranquilas del mundo. Pero ese mismo día, los uruguayos también acudieron a las urnas para decidir sobre una propuesta que levantó ampollas tanto dentro como fuera del país: la nacionalización de la seguridad social privada, junto con la reducción de la edad de jubilación de 65 a 60 años y el establecimiento de una pensión mínima equivalente al salario mínimo nacional. La propuesta fue finalmente rechazada, al no alcanzarse la mayoría. Sin embargo, el 39% de los uruguayos votó a favor, y su mera existencia fue un importante motivo de preocupación para los inversores.
No es de extrañar que el tipo de cambio y los indicadores de riesgo país mostraran volatilidad antes de las elecciones. Después de todo, la nacionalización de la seguridad social implicaba el fin de los planes de pensiones privados, con la consiguiente confiscación efectiva de cientos de miles de cuentas de ahorro privadas, la fuga de capitales y unos niveles de inversión significativamente más bajos. También se estimó un gasto adicional de hasta 1.500 millones de dólares, en un país de poco más de 3 millones de habitantes.
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Nacionalizar las pensiones no es una idea nueva en Sudamérica. En 2008, la entonces Presidenta Cristina Kirchner puso fin a los fondos de pensiones privados en Argentina, y el Gobierno los confiscó para ingresar el dinero en el fondo de pensiones estatal. El efectivo se utilizó inmediatamente para promulgar pagos a millones de personas que nunca habían ahorrado en el sistema anterior. Este fondo estatal de pensiones amplió la base de jubilados y comprometió el gasto público en los años siguientes, hasta desembocar en la crisis inflacionaria de 2023. El fin de los planes de pensiones privados supuso que las personas que habían ahorrado para su jubilación se vieran privadas de su dinero, ya que el nuevo sistema «solidario» agrupaba todos los ahorros. Esto dio lugar a innumerables procedimientos judiciales, y muchos demandantes murieron antes de poder ser indemnizados por los tribunales. La nacionalización de los fondos de pensiones privados no sólo fue económicamente perjudicial, sino también profundamente injusta.
Por otro lado, un buen ejemplo de los beneficios de tener planes de pensiones privados en la región lo encontramos en Chile. Bajo el sistema creado por José Piñera en la década de 1980, las cuentas de ahorro individualizado superaron los 200.000 millones de dólares en 2018, y los fondos prestaron exactamente el servicio para el que fueron diseñados, e incluso superaron las expectativas. De hecho, a pesar de los repetidos intentos de la izquierda por desmantelar el sistema, una reciente auditoría solicitada por la actual administración izquierdista ha recomendado no nacionalizar la seguridad social privada por temor a que un monopolio legal por parte del Estado perjudique a los pensionistas. Como en Argentina.
La historia económica está llena de ejemplos en los que los monopolios concedidos por los gobiernos no sirven a los consumidores cobrándoles precios artificialmente altos, algo totalmente previsible si se tiene en cuenta el razonamiento de economistas austriacos como Murray Rothbard.
La seguridad social estatal, sin embargo, es particularmente mala: el sistema es similar a un esquema Ponzi, como ha dicho recientemente Romina Boccia de Cato. Cuando se encargan de la seguridad social, los gobiernos reparten generosos pagos a todo el mundo en cuanto el sistema se pone en marcha, pero éstos no salen de cuentas individualizadas sino de un fondo común que siempre se reduce a medida que el crecimiento de la población se ralentiza y la esperanza de vida aumenta. De hecho, en un mundo con tasas de fertilidad decrecientes, la seguridad social no es financieramente sostenible, ya que no hay suficientes nuevos trabajadores para financiar las pensiones de los mayores, y menos aún si se rebaja la edad de jubilación, disposición que también incluía la propuesta uruguaya.
En Uruguay, todos los candidatos del actual gobierno de centro-derecha se pronunciaron públicamente en contra de la reforma, así como tres ex presidentes e incluso el jefe de la coalición de izquierda, que está en la oposición. Sólo los sindicatos la apoyaron. Aún así, la propuesta obtuvo el 39% de los votos, lo que es una señal de advertencia del atractivo que pueden tener las políticas económicas destructivas cuando se promete todo a costa de nada. Los bonos uruguayos pueden haber mostrado una drástica mejora tras el fracaso de la propuesta y el restablecimiento de la confianza, pero el riesgo había estado ahí.
Afortunadamente, los uruguayos acabaron comprendiendo los peligros de acabar con los planes de pensiones privados en favor de un monopolio estatal de la seguridad social, y quizá también la profunda injusticia que se esconde tras una medida así. Pero, para empezar, el tema nunca debería haber estado en las urnas. Hay que repetir, pues, que no hay nada gratis. O una pensión gratis, en este caso.
Este artículo apareció originalmente en la Fundación para la Educación Económica.
Marcos Falcone tiene un MA en Ciencias Sociales de la Universidad de Chicago y es Licenciado en Ciencia Política por la Universidad Torcuato di Tella.