En recientes publicaciones en las redes sociales, algunos defensores del «decrecimiento» han sugerido volver a lavar la ropa a mano como solución a los males percibidos del consumismo moderno. Su propuesta ignora los avances logrados con tanto esfuerzo en el último siglo y corre el riesgo de revertir los avances en salud pública, igualdad de género y calidad de vida.
El difunto Hans Rosling, reputado experto en salud pública, dio una charla TED en la que describía un recuerdo de su infancia que ilustraba el poder transformador de la tecnología doméstica:
“Mi madre me explicó la magia de esta máquina el primer día. Me dijo: «Ahora, Hans, hemos cargado la ropa, la máquina hará el trabajo y ya podemos ir a la biblioteca. Porque esta es la magia: cargas la ropa, ¿y qué sacas de la máquina? De las máquinas salen libros. Libros para niños». Y mamá sacaba tiempo para leer para mí. A ella le encantaba esto. Aprendí el abecedario. Esta es la razón por la que empecé mi carrera como profesor, cuando mamá tenía tiempo para leer para mí. Y también consiguió libros para ella. Consiguió estudiar inglés y aprenderlo como lengua extranjera…”.
La historia de Rosling capta vívidamente lo que está en juego en este debate. La lavadora no era sólo ropa limpia; era una puerta a la educación, al crecimiento personal y a la ampliación de horizontes tanto para la madre como para el hijo. Es un duro recordatorio del coste de oportunidad del trabajo manual: tiempo que podría dedicarse a la educación, al compromiso cívico o simplemente al descanso.
La romantización de la lavandería manual pasa por alto la dura realidad del trabajo doméstico preindustrial. Como documenta la historiadora Ruth Schwartz Cowan en More Work for Mother (Más trabajo para mamá), una historia de la tecnología doméstica, la colada era antaño una dura prueba que duraba días enteros y confinaba a las mujeres a un trabajo tedioso y agotador. Había que acarrear y calentar el agua, fregar y escurrir a mano las telas pesadas. Para muchos, la limpieza era un lujo inalcanzable.
Esto no es mera nostalgia de una época más sencilla, sino, como dice Jason Crawford, una receta para volver a esclavizar a las mujeres al trabajo doméstico. Sería una carga desproporcionada para las familias con rentas más bajas, que carecen de recursos para externalizar ese trabajo. Los ricos mantendrían sus lavadoras o contratarían ayuda, mientras que otros sacrificarían tiempo que podrían dedicar al aprendizaje y la superación personal.
This is a prescription for re-enslaving women to domestic service, and ensuring that only the wealthy can live with the basic dignity of cleanliness.
What is described here is exactly how we used to do laundry, and it was terrible. Laundry was difficult manual labor that took up… pic.twitter.com/b5cZRzuBW7
— Jason Crawford (@jasoncrawford) September 19, 2024
Además, las implicaciones para la salud pública son preocupantes. El lavado regular de ropa y sábanas fue un factor clave en el control de enfermedades y la mejora de la higiene en el siglo XX. Volver a un lavado menos frecuente podría deshacer décadas de progreso en materia de saneamiento y resultados sanitarios.
Rosling concluyó su anécdota «Nos encantaba esta máquina. Y lo que decíamos, mi madre y yo, ‘Gracias, industrialización. Gracias, acería. Gracias, central eléctrica. Y gracias, industria de procesamiento químico, que nos dio tiempo para leer libros’».
Esta gratitud no estaba fuera de lugar. Al poner la higiene al alcance de todos y liberar tiempo para la educación y el desarrollo personal, los métodos modernos de lavado han sido un gran igualador y catalizador del progreso humano.
En lugar de glorificar el trabajo manual, deberíamos centrarnos en aprovechar la creatividad y la innovación humanas para abordar los retos medioambientales. Nuestra capacidad para resolver problemas y avanzar tecnológicamente es demasiado valiosa como para desperdiciarla en tareas rutinarias que las máquinas pueden hacer de forma más eficiente.
El camino hacia un futuro más sostenible no pasa por volver a la monotonía del pasado, sino por una innovación meditada que preserve nuestros avances en calidad de vida y reduzca al mismo tiempo nuestro impacto ambiental. Ese es un futuro por el que merece la pena trabajar y que no requiere que sacrifiquemos nuestras lavadoras ni las oportunidades que nos brindan.
Este artículo fue publicado originalmente en la Fundación para la Educación Económica.
Diogo Costa es Presidente de la Fundación para la Educación Económica (FEE).