EnglishEs fácil deprimirse con la política. Incluso ser apocalíptico. En Estados Unidos, por ejemplo, el postconstitucional culto a la persona se hace eco de la decadencia de la Roma imperial. Mientras las sangrientas aventuras de Calígula, Nerón y Caracalla parecen improbables, el descenso laborioso hacia una política de “pan y circo” empeorará.
Pero este es el curso natural, incluso moral, de la vida social.
Como todo en la naturaleza, las civilizaciones decaen. Paradójicamente, el triunfo del capitalismo estadounidense también significa que muchos ciudadanos disponen ahora de tanto tiempo libre que si no están lloriqueando porque alguien ha herido sus sentimientos, entonces están jactándose o preocupándose sobre qué deben hacer, tanto ellos como los demás, con sus respectivos genitales.
- Lea más: Donald Trump confunde 9-11 con “7-Eleven”
- Lea más: Hillary Clinton pidió apoyo a Rousseff para contactar a Raúl Castro
Y cuando estas mismas personas no son capaces de comprender que las leyes de salario mínimo causan desempleo o que los aranceles les afectan aumentando los precios de los bienes que ellos mismos consumen, entonces el éxito ha engendrado el fracaso.
Sin embargo, se requiere una enseñanza moral más profunda. Cuando el papel del gobierno es exigir caridad y redistribuir la riqueza, como lo ha sido con Bush II y lo es con Obama, la gente abandona tanto la limosna como la producción. Cuando todo el mundo se dispone a empobrecer a sus vecinos o, incluso, ayudarlos empobreciendo a otros vecinos, entonces la virtud de la independencia desaparece y la vida empeora. ¡Y es que debe empeorar! Esto es una tragedia clásica; si queremos llegar a corregir el cada vez mayor punto ciego del ojo del cuerpo político debemos primero comprenderlo, y para ello tenemos que experimentar por completo sus efectos. Este proceso llevará, con toda probabilidad, generaciones.
“Cada nación tiene el Gobierno que se merece”, dijo Joseph de Maistre. San Agustín consideró la tiranía un castigo por los pecados del pueblo. ¿Es la ignorancia un pecado? Quizá no; pero alguna forma de depravación colectiva explica el desinterés y la arrogancia que han traído consigo las condiciones necesarias para que esta ignorancia se dé.
Clinton supera por muy poco a Trump en su propensión a la mentira y la corrupción. Y concibe el Gobierno como el principio y el fin de la existencia humana.
Todas las partes involucradas son culpables. Los conservadores se han retirado de forma despreocupada y cobarde del ámbito educativo desde la década de los 70. Mientras tanto, la izquierda ha impulsado la política del resentimiento hasta los niveles orgiásticos que representan las correcciones de lenguaje y de comportamiento. La popularidad de Trump es la respuesta a los disparates izquierdistas. El vacío conservador explica la incapacidad de dicha reacción para anclarse en principios constitucionales.
Así que hemos provocado la ira de los dioses o quizá la venganza de la Naturaleza; pero hoy nuestro San Martín nos acerca en forma de scooters para obesos en casinos y tiendas de alimentación y figuras públicas como Honey Boo Boo y Kanye West. Recientemente, Dennis Hastert, quien una vez fue segundo en la línea a la presidencia, ha sido condenado por abuso infantil. Apenas nadie parpadeó.
La apatía pública y la dependencia del Gobierno comienzan con la era progresista de comienzos del siglo XX. Amity Shlaes y Robert Higgs han escrito libros detallados sobre la aventura amorosa entre la administración de Frankin Delano Roosevelt y la planificación tipo Mussolini, que resultó en una explosión de siglas para los departamentos y agencias gubernamentales diseñados para asegurarse de que todos seguíamos las reglas establecidas por expertos encargados de nuestro sustento, orientación y bienestar.
Bush II y Obama también amplificaron el alcance del estado paternalista. Bush nunca vetó una ley de gastos; él dijo a los estadounidenses que la mejor forma de librar una guerra era ir de compras; trató de estimular la economía devolviendo $600 a cada contribuyente; utilizó dinero público para rescatar bancos y empresas automovilísticas que se encontraban al borde de la bancarrota.
Obama comenzó su mandato con un paquete de $830 mil millones en ayudas financieras; nacionalizó la sexta parte de la economía obligando a los estadounidenses a contratar un seguro médico; se arrogó incalculables poderes usando ministerios reguladores para extorsionar a empresas y el Servicio de Rentas Internas para acusar a sus enemigos políticos de infracciones fiscales falsas.
En resumen: cualquier filosofía de Gobierno limitado en EE.UU., solo resucitada en todo caso y de manera breve durante el gobierno de Reagan, está muerta y enterrada y lo seguirá estando en el futuro próximo.
Así que no finjamos sorpresa cuando parece que el 8 de noviembre de 2016 los estadounidenses elegirán entre Trump y Hillary Clinton, un payaso impertinente y una ladrona redistribuidora. Las diferencias entre ellos son menores. Trump favorece el control migratorio, un ejército más fuerte, aranceles y una serie de grandes programas gubernamentales que financiarían todo, desde la asistencia médica a la vivienda y la educación.
Clinton favorece la inmigración ilimitada, la discriminación positiva en beneficio de las mujeres y ciertas razas, la continuidad del crecimiento del Estado regulador y una serie de grandes programas gubernamentales que financiarían todo, desde la asistencia médica a la vivienda y la educación.
Para los liberales clásicos y los libertarios, las perspectivas son particularmente sombrías. Ninguno de los candidatos habla del libre mercado, de la Constitución, de la legalización de drogas, de bajar los impuestos o de reducir el tamaño del gobierno.
Clinton quizá supera por muy poco a Trump en términos de su propensión a la mentira y la corrupción. Y, lo que es más importante, ella concibe el Gobierno como el principio y el fin de la existencia humana. Ella piensa que el Gobierno debería ampliar los derechos de la mujer y reemplazar a la familia como proveedor y cuidador.
Mientras era candidata a la presidencia en 2008, Clinton tuvo las narices de protagonizar un anuncio televisivo en el que reflexionaba sobre qué regalar a los estadounidenses por Navidad. Es a la vez la reina de la política de las identidades resentidas y la proveedora definitiva del Gobierno tipo Papá Noel. En ambos casos, ella representa una continuación de Obama.
Por su parte, Trump se representa a sí mismo como un salvador nacional. Pero, al igual que Obama, es un fraude. En 2008, Obama se vendió a sí mismo como un sanador moderado en lugar de un estudiante marxista de Tratado para radicales de Saul Alinsky. Del mismo modo, Trump se vende a sí mismo como un conservador cuando solo ha sido un demócrata estatista.
Trump también ama el escándalo producido por insultar a sus rivales en público, y le suele importar un bledo el qué dirán, lo que hace que le apreciemos los que estamos hasta el moño de la cultura de quejicas, privilegiados y corrección política. Por otro lado, durante un debate televisado a nivel nacional, Trump se refirió con aprobación al tamaño de su pene. Y él cambia de opinión de un día para otro sobre los principales problemas, por lo que incluso sus ventajas mejores son potenciales desventajas.
Churchill dijo una vez: “Siempre puedes confiar en que los estadounidenses harán lo correcto, después de que hayan probado todas las demás opciones”. Al parecer, nos queda por delante mucho más ensayo y error.