Los halcones de la política exterior en EE. UU. usualmente ubican en la misma categoría a la Rusia no-comunista con la Unión Soviética totalitaria. Una ejemplo especialmente gráfico es un reciente artículo publicado en 19FortyFive de Michael Rubin, un académico titular del neoconservador American Enterprise Institute. El título, “Rusia era un estado rebelde mucho antes de Ucrania y Georgia”, captura de manera adecuada el grado al cual llega la rusofobia de Rubin.
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De manera predecible, culpa a Moscú totalmente por la guerra de Georgia en 2008, aún cuando una investigación de la Unión Europea concluyó que las fuerzas del presidente de Georgia Mikheil Saakashvili iniciaron el combate. De igual forma, ignora con esfuerzo la asistencia que EE. UU. y algunos de sus aliados europeos le dieron a los manifestantes que removieron al presidente ucraniano pro-ruso, incidente que provocó la subsiguiente anexión por parte de Rusia de Crimea.
No, según Rubin, dichos episodios son señales de la estrategia de Vladimir Putin para “recrear la Unión Soviética en todo menos en nombre”. Luego condena las administraciones de Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden por tener insuficiente resolución frente a ambiciones así de malignas e imperiales. Sin embargo, Rubin afirma que “el verdadero problema es más profundo. La agresión de Rusia y su sensación de impunidad no empezó con Georgia, sino con Japón. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, Rusia le quitó a Japón las islas sureñas Sakhalin y Kuril”.
Hay un problema con esta tesis: la toma de control de territorio de Japón fue una acción de la Unión Soviética. No había una “Rusia” independiente en 1945, y muestra una extrema pereza intelectual utilizar los términos de manera intercambiable, como Rubin y otros analistas lo hacen. Durante la era soviética, Rusia era solo un componente de la Unión Soviética, aún cuando era el más grande. Además, es incorrecto asumir que los rusos étnicos siempre administraron el estado comunista. El dictador soviético que duró más tiempo en el mando (que gobernó durante casi tres décadas) fue Joseph Stalin—de Georgia, no un ruso. Nikita Krushchev, que lideró la Unión Soviética durante más de una década, era étnicamente ruso pero creció en Ucrania y era culturalmente ucraniano. De hecho, según su bisnieta, Nina Krushcheva, él le tenía un cariño especial a Ucrania. Probablemente no fue una coincidencia que Krushchev fue la persona que tomó la decisión de transferir Crimea, que había sido parte desde Rusia desde 1782, a Ucrania.
Hay otras razones por las que una distinción clara debe hacerse entre la Unión Soviética y la Rusia no comunista que surgió cuando se disolvió la Unión Soviética en diciembre de 1991. La Rusia de hoy es marcadamente distinta de la Unión Soviética económicamente, políticamente e ideológicamente. Al final de la Guerra Fría, la Unión Soviética tenía la segunda economía más grande del mundo; Rusia en 2020 se ubicaba en la posición onceava—justo detrás de Corea del Sur. La Unión Soviética adoptó la economía marxista-leninista, mientras que Rusia es en gran medida parte del mundo capitalista. Es verdad que el capitalismo que Rusia practica es una variedad extremadamente corrupta caracterizada por el compadrazgo, pero todavía es algo muy distinto a la economía dirigida por el estado y rígidamente centralizada de la era soviética. Políticamente, el gobierno de Putin refleja un autoritarismo conservador, no las ambiciones exageradas y revolucionarias de los gobernadores comunistas de la Unión Soviética.
Desde el punto de vista militar, también hay un contraste masivo entre la Unión Soviética y Rusia. La anterior buscó mantenerse al día con EE. UU. en términos de su gasto y capacidades militares. El costo de ese esfuerzo fue una de las principales razones por las que el país eventualmente colapsó. El gasto militar anual de Moscú son inferiores a un décimo de lo que gasta EE. UU., y el presupuesto es comparable a aquel de Gran Bretaña, Francia, Japón y otros poderes regionales.
La realidad es que la Unión Soviética era un gran poder expansionista y totalitario con pretensiones de convertirse en un super-poder. La Rusia de hoy es un poder regional tradicional que intenta mantener su esfera de influencia en su vecindario inmediato en contra de las intervenciones por parte de una alianza militar extraordinariamente capaz y liderada por EE. UU. Estoy sorprendida acerca de cuán frecuentemente los supuestos expertos militares y de política exterior en las noticias de televisión no hacen ninguna distinción entre la Unión Soviética o Rusia en sus presentaciones. Algunos incluso se equivocan y se refieren a las acciones u objetivos “soviéticos”, cuando es aparente que se refieren a “Rusia”.
Para Rubin y otros halcones, es como si la disolución de la Unión Soviética a fines de 1991 nunca se dio. Las políticas que promueven amenazan a Rusia de manera implícita como un enemigo inherente que no se distingue del adversario mortal de Occidente durante la Guerra Fría. De hecho, esa actitud corrosiva ha dominado el pensamiento en gran parte del establishment de política exterior y de la prensa.
La mentalidad surgió a principios de la presidencia de Bill Clinton cuando los funcionarios estadounidenses presionaron para expandir la OTAN hacia el este acercándose a la frontera rusa, una política que la administración de George W. Bush intensificó con entusiasmo. Tal vez esta mentalidad destructiva era inevitable, dado que una generación de expertos en políticas públicas había sido tan marinada en la retórica y percepciones de la Guerra Fría. Era especialmente significativo, no obstante, que Washington adoptara una política provocadora y polémica antes de que Rusia hiciera algo que pueda ser considerado incluso como un comportamiento veladamente amenazador y expansionista. Para utilizar el mismo estándar de Rubin, este tipo de comportamiento por parte de Washington se dio mucho antes de las acciones de Rusia en Georgia y Ucrania.
Citando la mala conducta soviética como un justificativo para adoptar una política hostil hacia Rusia no solo es inadecuado sino absurdo. Alemania en el siglo 21 no tiene la culpa de la terrible devastación de la Alemania Nazi. El Japón democrático no es responsable de la masacre de Nanjing y otros crímenes que el Japón imperial cometió. Turquía no tiene la culpa por el genocidio armenio librado durante los últimos años del Imperio Otomano. La Rusia de hoy no debería ser responsable por los abusos de derechos humanos o los actos de agresión que la Unión Soviética cometió. Las élites políticas de EE. UU. necesitan cambiar su pensamiento.
Ted Galen Carpenter es Académico Distinguido del Cato Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington’s Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).