Las escuelas podrían ser unas aliadas valiosas para la política de salud pública frente a la pandemia.
La evidencia reciente indica que las escuelas no son un foco de contagio: los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de EE. UU. indican que la apertura con medidas de bioseguridad en múltiples escuelas de educación básica, primaria y secundaria hizo posible la realización de estudios acerca de la transmisión del virus en las escuelas y que “Si bien pueden darse brotes en las escuelas, múltiples estudios han demostrado que la transmisión dentro de un ambiente escolar es típicamente inferior —o al menos similar— a los niveles de transmisión comunitaria, cuando hay estrategias de prevención en las escuelas”.
La evidencia histórica apunta a las escuelas como un beneficio para la salud pública. En una entrevista publicada en el New York Times en noviembre de 1918, el entonces Director de Salud, Dr. Royal S. Copeland, explicaba las razones por las que creía le había ido mejor a la ciudad de Nueva York con el manejo de la pandemia en relación a otras. Lo que cuenta refleja una realidad no muy distinta a la que probablemente padecen hoy millones de niños en América Latina:
“La primera cosa que se hizo en casi todas partes, menos Nueva York, fue cerrar las escuelas…conozco las condiciones de Nueva York, y se que en nuestra ciudad uno de los métodos más importantes de controlar las enfermedades es el sistema público de escuelas”.
Agregó: “Tenemos prácticamente 1 millón de niños en las escuelas públicas, 750.000 de estos viven en bloques de viviendas. Estos hogares usualmente son antihigiénicos y abarrotados. Los padres de los niños están ocupados con múltiples tareas dirigidas a mantener al lobo fuera de la casa. No importa cuán amorosos sean —y, por supuesto, son igual de amorosos que los padres en cualquier otra parte— simplemente no tienen el tiempo para darle la atención necesaria a los síntomas iniciales de la enfermedad, incluso si tuviesen suficiente información para reconocerlos y tratarlos, cosa que rara vez tienen”.
Copeland explicaba que cuando los niños eran enviados a la escuela al menos volvían a casa con las manos limpias y un conjunto limpio de ropa. Además, dejaban sus hogares poco limpios para ir a las instalaciones escolares donde siempre había un sistema de inspección, especialmente en tiempos de pandemia: “Al niño no se le permite perder el tiempo en el sótano, en los pasillos o en el patio; debe ingresar al aula y reportarse con su maestra”. Si ella detecta que tiene síntomas, el alumno entonces era aislado hasta ser examinado, luego se encargaba el sistema de verificar si podía ser adecuadamente aislado durante el tratamiento de su infección en casa, si tenía un médico de cabeza y si no la Junta de Salud le asignaba uno.
Copeland concluía: “Ahora vemos qué tanto mejor ha sido tener a esos niños bajo la constante observación de personal calificado que cerrar las escuelas, dejar que los niños corran por las calles y se reúnan cuando y donde quisieran…Además, las escuelas nos dieron la oportunidad de educar tanto a los niños como a los padres acerca de las demandas de la salud”.
La alcaldesa de Guayaquil debería tener en cuenta el potencial beneficio para la salud pública de abrir las escuelas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Universo (Ecuador) el 28 de enero de 2022.
Gabriela Calderón de Burgos es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).