Comienzo por hacer una distinción elemental. El liberalismo al que me refiero no tiene nada que ver con el significado de esa palabra en EE. UU. Las ideas liberales que sostengo (o las que me sostienen), son las que se definen como tales en el resto del planeta. Tiene que ver con Estados pequeños y eficientes, muy pendientes de los derechos de propiedad, con gobiernos limitados por la ley escrita, con libertades y democracia, y organizados en torno al mercado.
Continúo.
El esfuerzo de los “cabeza-calientes” para destruir el liberalismo es ingente. (Los peruanos, con esa habilidad humorística que tienen para poner motes, les llaman “termo-cefálicos”). Los cabeza-calientes le han abierto fuego al liberalismo desde la izquierda radical y la derecha más conservadora, casi siempre religiosa. Se han inventado una expresión: “el neoliberalismo”, para golpear las ideas más fácilmente. Sin embargo, no han podido destruirlas ¿por qué? Por lo que sigue a continuación.
En el siglo XVIII, cuando comenzó a arraigar el liberalismo moderno, se trataba de enterrar las “monarquías absolutistas”, y con ellas el sistema de privilegios que caracterizaba al “antiguo régimen”, entregándoles la soberanía a “los pueblos”. (“Los pueblos”, en esa época, eran los varones blancos). Eso se logró plenamente durante la revolución americana de 1776 con Thomas Jefferson, Benjamín Franklin y George Washington. En Inglaterra, en ese mismo año, se publicó un libro fundamental para entender la lógica, a veces contra intuitiva, del liberalismo: Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones por Adam Smith. En todo caso, surgió y se mantuvo la revolución industrial británica hasta que Alemania, primero, y EE.UU, después, recogieron el testigo.
El siglo XIX fue el de las repúblicas latinoamericanas. Comenzó como una respuesta a Napoleón que había tomado prisionera a la familia real española. Desde el rey Carlos IV, a su mujer María Luisa de Parma, presuntamente ligada con el verdadero gobernante, Don Manuel Godoy, y a su hijo, el lamentable Fernando VII.
Los latinoamericanos comenzaron las guerras de independencia dando ‘vivas’ a Fernando VII y las concluyeron dando ‘mueras’. Luego los liberales se ocuparon, grosso modo, de educar al pueblo, de eliminar la importancia que había tenido la religión católica, durante la conquista y colonización de España, de reivindicar el divorcio, y claro, combatir a los conservadores a sangre y fuego. En Europa fueron los años de Mazzini y Garibaldi, los dos Giuseppe que dejaron una honda huella en Italia y en América Latina. (Garibaldi fue ciudadano de Perú).
Entre 1870 y 1914 fue un periodo de crecimiento mundial a remolque de las ideas liberales. Fue, realmente, la “belle époque”. Pero el fascismo y el comunismo lo echaron todo a perder. Desde el 14 hasta el 45, hasta terminada la Segunda Guerra mundial, y aún hasta 1989, con el derribo del muro de Berlín y la subsecuente desaparición de la URSS, sobrevino un periodo de “estadolatría”. De una parte las ideas marxistas y de sus primos fascistas, y de la otra, oponiéndose, el keynesianismo, aunque fuera democrático, dominaron el pensamiento occidental.
En 1947 don Salvador de Madariaga, exiliado antifranquista en Londres, escribió el manifiesto fundacional de la Internacional Liberal. En él se quejó de que entre 1914 y la segunda posguerra (que era, en realidad la “guerra fría”), lo que había sucedido era la desaparición de las ideas liberales. Había que revivir esa manera de enfrentar la convivencia. Al fin y al cabo, por ese mismo se había creado en Suiza la Sociedad Mont Pelerin y los más destacados economistas y pensadores –Hayek, Mises, Friedman– reivindicaban el pensamiento liberal.
En efecto, no hay un criterio más absurdo que rechazar el liberalismo con un “son-ideas-del-pasado”. No. Son ideas del presente porque existe una intención de escuchar las nuevas tendencias sociales e incorporarlas a los reclamos del liberalismo, siempre y cuando no estén en conflicto con las bases programáticas.
Se puede ser liberal y creer que existe un derecho sobre el propio cuerpo a utilizar drogas, como piensan Friedman, Benegas Lynch y Gloria Álvarez. No recomiendan esa estupidez, pero reconocen ese derecho. Lo mismo sucede con el “Me-too”, la “corrección en el lenguaje” para no herir innecesariamente a nadie, o la capacidad de colocarse bajo la piel de los negros y entender que, a estas alturas, no tiene sentido defender los símbolos sureños. Simultáneamente, nada hay más liberal que respetar y concederles todos los derechos a los colectivos que se parapetan tras la fórmula LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgéneros). Sencillamente, les ha llegado su momento.
Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor cubano, residenciado en Miami, Florida.