En 1994, en un discurso ante organizaciones de izquierda, Fidel Castro diría que el “neoliberalismo” era el responsable de todas las miserias económicas y sociales de la región, llegando a calificarlo como un “genocidio”. Castro añadiría una frase esclarecedora para los tiempos que corren: “No podríamos decir qué somos, pero sí podríamos afirmar categóricamente qué no somos, y no somos, por supuesto, nada en absoluto neoliberales”. Esta reflexión define la esencia del tercermundismo latinoamericano como fuerza esencialmente destructiva.
El rol que juega el “neoliberalismo” en nuestra política y discusión pública es el de objeto de odio, esto es, de un mal moral y social —siempre etéreo— que debe ser aniquilado. El que la izquierda sea incapaz de ofrecer un proyecto viable de sociedad creando pobreza, se debe precisamente a que la construcción de su identidad propia no es por afirmación de lo que son, sino por negación de lo que no son: el opuesto al “neoliberalismo”, ese enemigo casi sobrenatural que debe ser combatido, pues basta destruirlo para alcanzar el paraíso que nos arrebató.
Así lo plantearía Hugo Chávez, quien diría en 2002 que “el neoliberalismo es el camino al infierno”, mientras Evo Morales sostendría en 2015 que este era “el responsable de los problemas de Bolivia”. López Obrador afirmaría que el país estaba “podrido” producto de 30 años de “neoliberalismo”, sistema que según él generaba “esclavitud” y, por tanto, debe ser superado de una vez. Recientemente, incluso, ha afirmado que el “neoliberalismo” es responsable de la violencia en México y de los femicidios. Rafael Correa advertía que en Ecuador no iba a permitir “ningún tipo de neoliberalismo” y Cristina Kirchner en 2018 diría, como si Argentina fuera un oasis de políticas de mercado, que “el neoliberalismo sirvió para romper los lazos de solidaridad y para que la gente no pueda identificar lo que le conviene en materia de gobierno”. Este año, Raúl Castro culparía también al “neoliberalismo” por las protestas sociales en Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Que el anti-neoliberalismo constituye la esencia —o anti esencia— de la izquierda latinoamericana y su anti-programa lo dejó claro hace años el Foro de Sao Paulo. En el IV congreso celebrado en Nicaragua en 1993, las organizaciones de izquierda de toda la región presentes afirmaron que América Latina “resistía el neoliberalismo”, añadiendo que “el presente estado de la economía y la política en el continente conduce a una persistente violación de los derechos humanos de nuestros pueblos… así como una amplia movilización popular de rechazo al neoliberalismo”.
En Chile, por supuesto, la misma mentalidad destructiva propia del tercermundismo es predominante y se manifestó con virulencia en el último gobierno de Bachelet. El senador Jaime Quintana, aseguró que el gobierno iba a poner “una retroexcavadora” porque había “que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal”. La misma Presidenta Bachelet sostendría que había que acabar con los “vestigios del neoliberalismo”. Fernando Atria y otros de los asesores de Bachelet, incluso escribieron todo un panfleto llamado “El otro modelo: del orden neoliberal al régimen de lo público”, en el que planteaban un marco teórico para que Chile pudiera retornar al subdesarrollo superando el maligno “neoliberalismo”.
La portada del libro, que mostraba a cinco obreros representando a los autores destruyendo un ladrillo con picotas —aludiendo al programa económico de los Chicago Boys— es el mejor símbolo de la definición de la izquierda por negación, es decir, como poder esencialmente destructivo. Por eso, mientras la izquierda exista, luchará por terminar con el “neoliberalismo.” Y en Chile tiene buenas posibilidades de lograrlo.
Hoy tenemos un Parlamento comprometido con la causa de destruir el “modelo neoliberal”, una Convención Constituyente dominada por la izquierda totalitaria y un candidato presidencial, Gabriel Boric, que, en la línea más pura del castrismo y chavismo, promete que Chile será “la tumba del neoliberalismo”. Como anti-neoliberal, Boric no necesita otro programa de gobierno que destruir lo que hay. El problema, hay que insistir, es que como la definición de la identidad propia de la izquierda es por vía de negación —“nada que sea neoliberal”, diría Castro— entonces jamás podrá existir un punto en que se haya conseguido el objetivo final. Esto pues la desaparición del “neoliberalismo” implicaría por definición el fin de los anti-neoliberales, ya que si un grupo se define a partir de un no-ser, cuando ese ser que define al grupo antagónico deja de existir, el no-ser, es decir, su negación, se esfuma junto con él. La izquierda tiene entonces un incentivo gigantesco para mantener vivo el “neoliberalismo” en el discurso, culpándolo de todos los males, incluso cuando declara ser victoriosa como en Cuba.
Ningún anti-neoliberal, por su puesto, se pregunta por qué si el “neoliberalismo” es el problema y este es equivalente a la libertad económica, los países más ricos del mundo son al mismo tiempo los más libres económicamente, es decir, los más “neoliberales”. Suiza, Australia, Nueva Zelandia, Canadá, Alemania, Irlanda y tantos otros tienen de hecho más libertad económica que Chile de acuerdo al último ranking de Fraser Institute, donde vamos en caída libre. Venezuela, en tanto, es el último país en el ranking, con un 96 % de pobreza producto de sus políticas “anti-neoliberales”. A muchos esta evidencia les generaría dudas sobre su postura anti-neoliberal, pero para la izquierda la miseria creada por sus políticas es un costo que vale la pena, pues, aunque no tenga claro lo que es, como dijo Fidel, al menos sabrá a ciencia cierta que, mientras se dedique a destruir instituciones de mercado, no serán impuros “neoliberales”. Y de paso tendrá una justificación moral permanente para concentrar cada vez más el poder en sus manos de modo de, picota y retroexcavadora en mano, encaminarnos al paraíso.