La reputación de Washington como un poder imperial eficaz experimentó otro retroceso humillante en agosto con la implosión del gobierno respaldado por EE. UU. en Kabul. La imagen de unos helicópteros rápidamente transportando diplomáticos estadounidenses desde la embajada hacia el Aeropuerto Internacional Hamid Karzai (nombrado en honor a un anterior títere estadounidense en Afganistán) recordó demasiado al caos en Saigón cuando el régimen cliente de Washington colapsó en abril de 1975. La imagen emocionalmente desgarradora en el aeropuerto cuando unos afganos desesperados se agarraban al fuselaje de un avión que estaba despegando, también nos recordó ese episodio.
La administración de Biden podría estarse dirigiéndose hacia una política exterior y un fiasco similar en Irak. Como sucedió con las misiones de Vietnam y Afganistán, múltiples administraciones presidenciales no solo aprobaron la intervención larga y mal concebida con soldados estadounidenses, sino que le apostaron el éxito de la misión en Irak al respaldo de un gobierno “democrático”. Como sucedió en los casos de Vietnam, el régimen cliente en Bagdad no es especialmente democrático, sino que todavía peor, muestra múltiples señales de corrupción e incompetencia. De hecho, los líderes estadounidenses muestran desdén por ese gobierno con mucha más frecuencia que incluso un respeto superficial.
Una de las principales razones para el colapso de los anteriores clientes de Washington tanto en el Sur de Vietnam como en Afganistán, es que ellos tenían raíces políticas domésticas muy superficiales. Los principales segmentos de esas poblaciones vieron a los regímenes en el poder (correctamente) como tremendamente corruptos y no democráticos. Incluso más importante es que su imagen ante gran parte del público era la de un títere haciendo los mandados de un odiado poder extranjero cuyas tropas continuaban ocupando el país.
Aún cuando la facción armada resistiendo la ocupación estadounidense no era necesariamente amada por la mayoría de las personas, era por lo menos considerada el mal menor de entre dos males. Una verdad casi universal en los asuntos exteriores es que las poblaciones resienten profundamente a los gobernantes extranjeros y sus títeres domésticos. Ese definitivamente fue el caso en el Sur de Vietnam y Afganistán, y condiciones similares existen en Irak.
La conducta de Washington no ha contribuido a que el régimen en Bagdad desarrolle una reputación de legitimidad. No solo fue el actual sistema político establecido por una fuerza armada estadounidense cuando las tropas aliadas derrocaron a Saddam Hussein, sino que los líderes estadounidenses aparentemente se han esforzado por resaltar que ese gobierno es dependiente de EE. UU., cuando no un mero títere. La creación de la “zona verde” gobernada por Occidente en el medio de Bagdad enfatizaba este punto al principio, pero este difícilmente es el único ejemplo.
Las acciones que la administración de Trump tomó confirmaron la fastidiosa relación entre patrón y cliente más allá de cualquier duda razonable. A principios de enero de 2020, Washington utilizó un ataque de drones para asesinar al general iraní Qassem Soleimani afuera de Bagdad —una grosera violación de la soberanía de Irak. Ejecutar el asesinato en territorio iraquí cuando Soleimani estaba de visita luego de ser invitado por el Primer Ministro Adil Abdul-Mahdi al-Muntafiki para discutir una nueva negociación de paz con Arabia Saudita, fue especialmente desdeñoso. El asesinato de Soleimani (así como también de dos influyentes líderes de milicias iraquíes) condujo a que el parlamento de Irak apruebe una resolución haciendo un llamado a que Mahdi expulse las fuerzas armadas estadounidenses ubicadas en el país.
La reacción de Trump ante el prospecto de que Bagdad podría ordenar la salida de las tropas estadounidenses fue mostrar un total desdén ante el simple y llano concepto de un Irak soberano. Trump amenazó a Bagdad con sanciones económicas severas si se atrevía a tomar esa medida. De hecho, Trump dijo que “les cargaremos sanciones como las que nunca antes han visto, nunca antes. Esto hará que las sanciones iraníes se vean como algo tímido”.
Pronto se volvió evidente que la amenaza de sanciones no era solo un brote espontáneo y descontrolado por parte de un volátil presidente estadounidense. Ordenarle a Irak a continuar siendo anfitrión de las fuerzas armadas estadounidenses claramente era la política establecida de la administración. Los funcionarios de alto nivel del Departamento de la Tesorería y otras agencias empezaron a redactar las sanciones específicas que serían impuestas. Washington advirtió de manera explícita al gobierno de Irak que podría perder acceso a su cuenta en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Dicho congelamiento hubiese equivalido al estrangulamiento financiero de la desde ya frágil economía del país. La cuenta mantenida en EE. UU. representaba casi un 90 por ciento del presupuesto del gobierno iraquí. Enfrentados al prospecto de una bancarrota nacional inmediata, no sorprende que los “líderes” iraquíes se echaron para atrás.
La presión pública iraquí para que las fuerzas estadounidenses abandonen el país ha continuado, sin embargo, y la administración de Joe Biden negoció un nuevo acuerdo para endulzar la relación. Las soldados estadounidenses supuestamente ahora servirán solo como “asesores”, no como personal de combate. Realmente, sin embargo, las fuerzas armadas de la ocupación estadounidense continuarán en su lugar, y el cambio de etiqueta no es probable que engañe o incluso calme a los iraquíes descontentos. Además, Biden mostró su propio desdén por la supuesta soberanía de Irak en varias ocasiones ordenando ataques aéreos a milicias pro-iraníes tanto en Irak como en Siria frente a las protestas por el gobierno en Bagdad.
Dichas acciones no favorecen los prospectos de supervivencia de ese gobierno una vez que las fuerzas estadounidenses se retiren, cosa que probablemente tendrán que hacer en algún momento dada la creciente oposición interna. El comportamiento de Washington ha resaltado que los líderes de “Irak” son poco más que piezas que se mantienen en el poder según la tolerancia del jefe supremo imperial del país. Dicho régimen puede que no dure mucho más que lo que duraron sus contrapartes vietnamitas y afganos si las tropas estadounidenses se retiran.
La única esperanza para la política de Washington es que en contraste al Sur de Vietnam y Afganistán, el movimiento anti-estadounidense en Irak está amargamente dividido. Los shias iraquíes (especialmente el contingente pro-Irán) quieren que EE. UU. se retire, pero también temen a ISIS y otros extremistas Sunnis. Esa preocupación podría llevarlos a respaldar al gobierno de Bagdad como el menor de dos males. Las milicias han tenido una relación de amor-odio con ese gobierno desde un principio, y esa conexión tenue podría continuar durante algún tiempo. La otra facción dominada por los Sunni, consistiendo tanto de extremistas musulmanes y restos del Partido Baath de Saddam, definitivamente quiere que las fuerzas estadounidenses se retiren de Irak. Sin embargo, esos activistas también quieren acabar con el gobierno actual de mayoría shíita. Demostrará ser extremadamente difícil para estas dos facciones rivales cooperar efectivamente en una campaña para obligar a Washington a retirar sus tropas.
A pesar de dichas diferencias significativas entre la situación en Irak y las condiciones que condujeron al declive de los regímenes clientes del Sur de Vietnam y Afganistán, también hay similitudes preocupantes. El gobierno iraquí es notoriamente corrupto e ineficiente, justo como lo eran los otros dos regímenes. También tiene raíces políticas superficiales al igual que las tuvieron sus contrapartes afganos y en el sur de Vietnam, careciendo de un contingente firme de partidarios domésticos dedicados, ni hablar de partidarios comprometidos para luchar por un sistema político moderno y democrático.
Una vez más, Washington parece estar respaldando un cliente débil y corrupto que podría colapsar con una velocidad dramática. Las cámaras de televisión bien podrían capturar una salida apurada y caótica de Bagdad dentro de pocos años, la cual nuevamente recordaría memorias poco placenteras de Saigón en 1975 y Kabul en 2021.
Ted Galen Carpenter es Académico Distinguido del Cato Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington’s Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).