Tan pronto como los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) recomendaron que los individuos vacunados utilicen mascarillas en interiores de áreas de transmisión “considerable o alta” de COVID-19, usted sabía que el retorno de la obligación de usar mascarillas en las ciudades con un gobierno progresista era inevitable.
A los políticos “progresistas” les gusta “obedecer a la ciencia” producida por el Estado, después de todo. De manera que la orden de la alcaldesa Muriel Bowser de Washington, DC, de que todos los mayores de dos años deben usar mascarillas en interiores aquí no sorprende. Esperando a que pase la celebración de su cumpleaños y excluyéndose a sí misma de las normas en los matrimonios fue un poco más sorprendente.
Otras ciudades y estados ahora están adoptando la recomendación de los CDC como ley. El condado de Los Ángeles volvió a establecer su obligación de usar mascarillas el mes pasado. Atlanta y Kansas City, Missouri, han vuelto a introducir sus propias versiones, así como también lo ha hecho San Francisco, y un mandato está siendo activamente considerado en Chicago. Los CDC y los funcionarios de salud pública de las ciudades siguen convencidos de que las órdenes estatales de usar mascarillas en interiores ayudan a reducir las transmisión de COVID-19, y que estas por lo tanto son una importante herramienta para controlar el contagio de la variante delta que es más transmisible y que amenaza con arrasar con las poblaciones menos vacunadas.
Asumamos aquí que están en lo correcto acerca de esto: ese hecho no es suficiente para justificar las nuevas órdenes estatales hoy. La verdad es que el reciente contexto de disponibilidad de las vacunas hace que la defensa de estas imposiciones sea mucho más débil tanto sobre la base de argumentos consecuencialistas y de “derechos” que antes. La variante delta no cambia esto.
La justificación económica para cualquiera de las medidas estatales para mitigar el COVID-19 se deriva de la idea de las “externalidades”. Normalmente, participamos en actividades que nos afectan personalmente, implícitamente comparando los riesgos y los beneficios de nuestras propias acciones. Aunque algunas veces nuestras actividades imponen costos a terceras partes por los cuales es difícil compensarlas adecuadamente.
Como señalé en mi libro, Economics In One Virus, el virus que provoca el COVID-19 es un asunto peliagudo y un problema penetrante de externalidad. En ausencia de pruebas regulares y precisas, no sabemos quién es infeccioso y quién no, y el contagio pre-sintomático y asintomático facilita imponer costos de infección a otros que de manera inadvertida estaban realizando sus actividades cotidianas.
Que yo entre en una tienda no solo trae un riesgo más alto de infección para otros compradores, sino que eleva los riesgos para otras terceras partes no presentes en ese momento, como los familiares y colegas de trabajo. Los “costos externos” o “externalidades” de dichas compras o socialización últimamente se manifiestan mediante el riesgo elevado para otras personas del sufrimiento por el requisito de aislarse, o de una enfermedad sintomática, una hospitalización, y, para los mas desafortunados, la muerte.
Ahora cuando se trata de cosas como resfríos, aceptamos tales externalidades como parte de la vida normal. Nosotros, de hecho, establecemos un “derecho” a la normalidad mediante la ausencia de una política de intervención, significando que dicha externalidad es ignorada por los gobiernos. Pero el COVID-19 es más fatal que los resfríos, o incluso que la influenza, para todos por sobre la edad de alrededor de 10 años, y cada vez más mortal conforme la persona es mayor. Durante gran parte del último año, también hubo incertidumbre acerca de otros riesgos asociados con la infección, y se creía que un esparcimiento “descontrolado” del COVID-19 podría abrumar la capacidad hospitalaria también.
De manera que considerando cuánto los economistas valoran evitar la pérdida de vida humana, los costos de ignorar la externalidad y simplemente permitir que la gente se ajuste a la existencia del COVID-19 eran considerados como algo masivo, se requería alguna acción estatal más allá de una respuesta voluntaria para mitigar sus efectos. Más de 611.791 estadounidenses han muerto de COVID-19 desde que empezó la pandemia, a pesar de cantidades extraordinarias de distanciamiento social, tanto voluntario como sancionado por el gobierno. No es inconcebible que las cosas hubieran sido mucho peor sin las medidas estatales adoptadas, al menos en el frente del COVID-19.
Reconocer un riesgo de externalidad significativo como el COVID-19, sin embargo, no nos dice precisamente qué hacer acerca de este. Una de las enseñanzas famosas del ganador del Premio Nobel de Economía Ronald Coase era que todas las externalidades tienen dos lados. En este caso, si, que yo entre a una tienda trae consigo riesgos adicionales para las personas con las que luego socializo durante los fines de semana, pero que ellos salgan y se acerquen a mi durante los fines de semana también es su decisión. ¿Quién debería asumir los costos asociados con este potencial riesgo de transmisión del virus no queda más claro que considerar si los aeropuertos o los propietarios de casas debajo de una ruta de vuelos tienen el “derecho” a cualquiera de las dos actividades o a un momento de silencio.
Idealmente, se impondría un costo por cada encuentro con riesgo de COVID sobre aquellos que lo evitarían al costo más bajo. El debate alrededor de la “protección focalizada”, por ejemplo, era realmente un debate acerca de esto, si hubiese sido menos costoso imponer el costo de evitar contactos riesgoso a las personas vulnerables, en lugar de imponer medidas a nivel de la sociedad a todos.
Considerando la densa interconexión de la sociedad moderna, la incertidumbre acerca de quién era vulnerable, las subsecuentes dificultades de protegerlos en la práctica, y los beneficios percibidos de la solidaridad derivada de la acción colectiva, las autoridades últimamente decidieron que las políticas de mitigación a nivel de la sociedad eran mejores en este caso. Todos nosotros por lo tanto nos enfrentamos a medidas siendo impuestas por el estado para mitigar el riesgo de externalidad, incluso el requisito de usar mascarilla en interiores.
El presunto “derecho” que respaldaba las anteriores ordenes de usar mascarillas, entonces, era esencialmente que “los individuos deberían tener el derecho de no soportar que usted les respire cerca sin mascarillas mientras están en interiores”. Era una variante de “El derecho de mover mi puño acaba donde empieza la nariz del otro” reemplazando la transmisión vía gotitas o aerosoles provenientes de su nariz o boca al puño, reconociendo que las mascarillas reducían, aunque no eliminaban los riesgos de transmisión considerando que el virus era transmitido por el aire.
Ahora puede estar en desacuerdo en cada etapa con las presunciones detrás de este razonamiento, o cuestionar las consecuencias benéficas de estas ordenes. Puede argumentar que los beneficios netos de una orden, más allá de ofrecer una recomendación, fueron escasos. Usted puede decir que muchas mascarillas no funcionan muy bien, o podrían traer consigo efectos de compensación de riesgo, considerando que las personas pasan más tiempo en interiores pensando que están “seguros”. Pero esta cadena de razonamiento, por lo menos, era la justificación económica más sólida de la política.
Uno de los argumentos más cruciales de mi libro, sin embargo, es que la buena política económica depende del contexto. Dejando a un lado la variante delta, que aparentemente puede contagiarse más fácilmente, hay una evidente diferencia gigantesca entre ahora y cuando las órdenes de usar mascarillas fueron introducidas: cada adulto estadounidense ha tenido 15 semanas para obtener una vacuna gratuita contra el COVID-19 que es sumamente eficaz. Los niños mayores de 12 años o mayores, de hecho, han podido obtener la vacuna Pfizer-BioNTech desde hace varias semanas también.
Sabemos que estas vacunas reducen el riesgo de infección, transmisión, hospitalización, y muerte asociados con este virus de manera muy significativa, incluso ante la variante delta. Este cambio de contexto debería tener dos efectos importantes sobre el pensamiento acerca del problema de externalidad. Primero, conforme más y más personas se han vacunado, o recuperado del COVID-19, los costos externos de socializar, salir de compras y estar alrededor de otros han caído de manera sustancial.
Con un 80,1 de los mayores de 65 estando totalmente vacunados a nivel nacional, de hecho, el costo más alto en externalidades —los costos externos de una hospitalización seria o muerte debido al contacto social— han sido reducidos dramáticamente. Esto es particularmente cierto en el Washington, DC con orden de usar mascarilla —un lugar donde 65 por ciento de todos los adultos han sido vacunados en general, incluyendo un 81,4 por ciento de las personas de la tercera edad.
Desafortunadamente, un pánico se ha desarrollado en EE.UU. considerando el estudio de caso de los CDC de un brote a gran escala en Provincetown, con la gente enfatizando particularmente los casos que superaron a las vacunas. Pero los datos del brote en el Reino Unido son más alentadores acerca de que lo que le espera a las ciudades con niveles significativos de vacunación aquí.
A fines de junio, cuando su ola de la variante delta empezó a despegar, alrededor de 60 por ciento de los británicos adultos estaban completamente vacunados. Para mediados de julio, un alza de la prevalencia del virus significó que los casos se ubicaron no muy lejos del nivel de la ola mortal de enero allí (coincidentemente, ellos eliminaron las órdenes de usar mascarilla a pesar de esto y aproximadamente al mismo tiempo). Aún así, las hospitalizaciones llegaron a su pico a tan solo un quinto del nivel del brote de invierno, conforme las muertes diarias están actualmente en alrededor de un 6 por ciento del nivel registrado en enero.
Si, queda claro ahora que las vacunas no protegen totalmente en contra de una infección, ni detienen totalmente la transmisión, o incluso, tristemente, el riesgo de muerte. Además, los niños que no han tenido acceso a vacunas todavía pueden infectarse, aunque con riesgos similares a aquellos de la influenza, y permanece todavía un pequeño número de personas inmunocomprometidas que se enfrentan a riesgos sin cesar de una enfermedad seria o de morir también.
Pero los datos británicos muestran claramente que las vacunaciones son extremadamente eficaces para reducir la fuerza del nexo anterior a la vacunación entre las infecciones y los casos graves o la muerte. La implicación obvia es que la vacunación a gran escala reduce masivamente el valor de cualquier beneficio de salud derivado de las medidas impuestas por el estado, como las ordenes de usar mascarillas.
En otras palabras, los “beneficios” de las órdenes de usar mascarillas en áreas sumamente vacunadas como DC se han desplomado, mientras que sus costos son altos o han potencialmente aumentado todavía más (tanto porque la imposición del mandato reduce el beneficio percibido de recibir la vacuna, potencialmente disuadiendo una mayor aceptación de la vacunación, y porque muchos negocios se han lanzado a realizar importantes inversiones para volver a abrir sus empresas, inversiones que ahora se verán perturbadas). Es importante que conforme más personas se vacunan, la relación costo-beneficio de estas ordenes cae y el caso a favor de ellas se vuelve cada vez más débil.
La respuesta obvia a esto es que, en otras áreas de EE. UU., la aceptación de la vacuna ha sido mucho menor en general. En Mississippi, solo 44 por ciento de la población adulta está totalmente vacunada y los casos se están disparando. ¿Acaso esto hace que sea más económicamente justificada una orden de usar mascarilla allí?
Dejemos a un lado el hecho de que 77 por ciento de los ancianos (mayores de 65 años) están totalmente vacunados incluso en Mississippi, nuevamente reduciendo significativamente el valor de cualquier beneficio de salud provisto por las ordenes. Hay una segunda razón en el marco de las externalidades que debilita el caso a favor de las ordenes estatales de usar mascarilla hoy, aunque podría incomodar a aquellos que participan en el mundo de la salud pública.
Como Paul Krugman delineó en su columna de correo más reciente, el argumento más sólido a favor de cualquier medida estatal para mitigar o suprimir el COVID-19 el año pasado era que las vacunas estaban por llegar, significando que las vidas salvadas ahora del COVID-19 eran potencialmente unas muertes salvadas de este para siempre.
Aún así, como dije anteriormente, las vacunas han estado gratuitamente disponibles por meses para cualquier adulto que desee una. En esa realidad, quién debería asumir la responsabilidad de enfrentarse a los costos externos del comportamiento de otros debería razonablemente desplazarse hacia nuestra normalidad frente a los resfriados y la influenza.
Como la gran mayoría de la población puede tener acceso a algo que mitiga su riesgo de contraer y transmitir el COVID-19 de manera mucho más significativa que una mascarilla, ciertamente es el caso de que ahora deberíamos considerar que la mayoría de los costos externos han sido “internalizados”. Cada individuo ahora es el “evasor de menor costo” del daño. En lenguaje para no-economistas: si las personas todavía quieren circular por ahí sin estar vacunados, ellos deberían asumir un riesgo superior, y no esperar que otros sean obligados a realizar sacrificios para (principalmente) mantenerlos a ellos seguros.
En otras palabras, luego de dejar a un lado un periodo de tiempo para permitir que las personas se vacunen, deberíamos interpretar la decisión de los individuos no vacunados de no ser pinchados como una aceptación voluntaria de enfrentarse personalmente a los peligros de una infección. Muchos cambiarán de manera auto-evidente su forma de pensar si ven que los casos de la variante delta en su área se disparan. Pero cargarle a todos dentro de un territorio la obligación de usar mascarillas o incluso una nueva cuarentena (como lo promueve Krugman) es indefensible cuando la mayoría de los beneficios irán solo aquellos que activamente rechazan los medios eficaces para aliviar los efectos del virus.
Aceptar esto significa reconocer que este principio podría resultar en más enfermedades y muertes. En muchas áreas con una baja cobertura de vacunación, las hospitalizaciones están aumentando. Si los funcionarios de salud pública tienen razón, entonces las ordenes de usar mascarilla reducirían los casos y las muertes en estas ciudades. Pero considerando que estos hospitales no están en riesgo de que su capacidad sea excedida, el caso a favor de la responsabilidad personal de vacunarse, y de la acción estatal en cambio focalizada en la disponibilidad de vacunas para los niños y en la oferta de recursos para proteger a las personas inmunocomprometidas es ahora mucho más sólido en relación a las ordenes a nivel del conjunto de la sociedad.
Un enfoque económico de la pandemia hacía que sea relativamente sólido el caso a favor de ciertas órdenes estatales de distanciamiento social y esfuerzos de mitigación hace un año. Estando las vacunas libremente disponibles, esos mismos principios económicos fortalecen el caso ahora a favor de intervenciones más limitadas para los grupos más vulnerables, mientras que dejamos la gestión de los riesgos relacionados con el COVID-19 en manos de los individuos. Las normas generales de usar mascarillas ahora son mucho más difíciles de justificar sobre la base de “externalidades” que antes. Esto es así por las vacunas, que son nuestro camino de vuelta a la normalidad.
Ryan Bourne es catedrático R. Evan Scharf para la Comprensión Pública de la Economía en el Cato Institute.