Por Anaís Chacón
Un día cualquiera de otoño en Luxemburgo, salgo de casa para ir al Servicio Postal a gestionar algunas correspondencias propias de la temporada. En el sector de la Gare Centrale, como casi siempre en los últimos meses, observo el típico movimiento de las maquinarias de repavimentación, los obreros con sus martillos eléctricos y sus vestimentas fluorescentes de gruesas capas para evitar que la lluvia y el frío dañen sus agotados cuerpos. El tranvía y el tren se desplazan constantemente, mientras las personas de los diversos cantones se movilizan con prisa, como todos los días. Muy probablemente, la rutina no les permite pensar en más allá de los siguientes 30 minutos de sus vidas.
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Cuando regreso a casa, veo a algunas personas agrupadas alrededor de las obras de remodelación, una imagen común en las calles luxemburguesas, siempre en obras, siempre en construcción. Imagino que esas personas están allí esperando su oportunidad del día: que algún trabajador contratado se enferme, no asista al trabajo o sufra algún accidente laboral, para entonces tomar el relevo.
Sigo caminando, y mi voz interna comenta: “El primer mundo y sus cosas…” Al llegar a casa, recibo noticias de personas alarmadas desde el continente americano. Algunos amigos y colegas, preocupados y algo agitados, me preguntan sin cesar si todo está bien. Les respondo de inmediato con un rotundo “sí”, y les pregunto: “¿por qué?”. Ellos me dicen: “Alemania está contando los búnkeres para los ciudadanos en previsión de un posible escenario bélico entre Rusia y la UE”. Intento calmar la ansiedad que me transmiten, pero no puedo evitar recordar: “la semana pasada (21.11.24), Ucrania empezó a utilizar los misiles suministrados y autorizados por Estados Unidos y por un país miembro de la Unión Europea y de la OTAN: Francia”.
Hoy en día es difícil imaginar una guerra de invasiones territoriales como la que ocurrió hace 80 años durante la Segunda Guerra Mundial (al menos dentro de los 27 países de la Unión Europea). Sin embargo, no es descabellado considerar que, a nivel global, es mucho más fácil generar pánico en vista de las múltiples y nuevas formas de guerra existentes. Basta con echar un vistazo al reciente año 2020 y al sometimiento por parte de las autoridades durante el período del COVID-19. ¿Acaso ya lo hemos olvidado? Al parecer sí; el ensayo funcionó y nos adormeció aún más.
Es importante recordar la reciente y escalofriante intervención televisiva del presidente de Rusia, Vladimir Putin, refiriéndose a los ataques con misiles estadounidenses por parte de Ucrania: “el conflicto regional en Ucrania provocado por Occidente ha adquirido elementos de naturaleza global”.
Ahora, de vuelta a la reflexión por parte de los ciudadanos, de esos a los que casi nunca nos da tiempo de organizar las debidas previsiones: ¿debemos dejar nuestro destino en manos de gobiernos fatigados?, ¿ha llegado el momento de que la sociedad civil impulse de manera más vehemente esa legislación global de más impuestos para los multimillonarios, –tal como lo plantea la multimillonaria austro-alemana Marlene Engelhorn con su llamativa y atrevida propuesta de más impuestos para los millonarios –, antes de que llegue el momento más oscuro?
Es fundamental vislumbrar que la próxima guerra no será como aquellas del siglo XX, tal como lo ha expresado en diversos libros e investigaciones el autor y conservador estadounidense William S. Lind.
¿La continua alza de alimentos? ¿La ausencia de viviendas sociales? ¿El desbordamiento de los servicios sociales en las grandes capitales europeas? ¿La verdadera conciliación laboral para los trabajadores?, por nombrar solo algunos factores… ¿Acaso debemos esperar a que la situación de la inmigración ilegal crezca hasta un punto sin retorno? Me pregunto si quizá no sea de mayor ayuda para los inmigrantes irregulares generar más planes viables por medio de la sociedad civil en los países de origen, en donde jamás se rompe el ciclo de la pobreza y que también requieren romper las barreras al desarrollo y al crecimiento económico.
¿Qué debemos esperar para que el precio de los alimentos baje o al menos se mantenga? ¿Cómo hacer para que los campesinos, cooperativas, asociaciones, pymes, produzcan a tal punto de que un plato de comida caliente no sea un lujo para algunos, o en muchos casos, para que la asistencia social no tenga que actuar exclusivamente ante el caos en lugar de centrar más sus esfuerzos en la prevención?
Pienso que es momento de que los ciudadanos dejen de mostrar su vulnerabilidad, para volcarse a ser más autosustentables. Creo que los ciudadanos europeos aún se encuentran muy frágiles y sin las herramientas o recursos necesarios para asumir un posible momento oscuro ante el señor del Kremlin o ante cualquier otro desafío inesperado.