La cuestión de la defensa del Capitalismo se ha abordado desde muchas perspectivas. Pero la que aquí propongo es una enfocada al ámbito cultural, y por extensión, al farragoso tema del amor. El objetivo es dar una vuelta de tuerca a lo que los antagonistas del modelo productivo le atribuyen: atomismo social, egoísmo, interés, lucro, etc.
El matrimonio antes del capitalismo…
Se le atribuye al Capitalismo hacer despertar en las personas el egoísmo más atroz que pueda uno imaginarse. De ahí se deduce que acabe repercutiendo negativamente en las relaciones de pareja. Por una suerte de maldad intrínseca al sistema, tanto hombres como mujeres buscan el interés personal, por encima del altruismo que algunos idealistas creen connatural a eso que llamamos “amor”.
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Esto es de lo más paradójico que pueden plantear los detractores del sistema. Leyendo a Lipovetsky, uno se da cuenta de que, hasta bien entrado el s.XIX, todos los matrimonios eran por conveniencia o, dicho de otra forma, representaban la norma general en cualquier parte del globo. Normalmente, se desarrollaba bajo la tutela de los padres y, ni el consentimiento, ni mucho menos el amor, tenían cabida. Huelga decir que el mundo interior de los amantes, la atracción física o la belleza, tampoco eran relevantes. Según Lipovetsky, bajo el Antiguo Régimen, la mayoría era de la cuerda de Montaigne “que un buen matrimonio, si es que existe, rechaza la compañía y las condiciones del amor” (Lipovetsky, 2020, pág. 59).
…y después de su llegada
A saber, antes de la consolidación del capitalismo con la I Revolución Industrial (circa mitad del s.XVIII), el matrimonio se basaba en el cálculo económico, el interés financiero, la preservación del patrimonio y de la posición social. Quienes culpan al modelo productivo deberían mirar hacia países en los que no existen sistemas de mercado, en donde la revolución que supuso el liberalismo político del s.XVII y s.XVIII nunca llegó a desarrollarse.
Siguiendo los datos de Jeni Klugman y su equipo, es fácil darse cuenta de que, precisamente, allí donde imperan regímenes contrarios a los principios fundamentales que han vertebrado a Occidente y en los que, evidentemente, no existe tal cosa como “economía de mercado” es donde hay una prevalencia mayor (abismal) de matrimonios forzosos con niñas, por poner un ejemplo.
Capitalismo y tolerancia
Así, en las zonas en las que no rige el principio de libertad de elección es donde se dan los peores casos de abusos que uno puede llegarse a imaginar. En estos países (y en Occidente hace dos siglos), al obligarse a tomar como esposa a quien imponía la familia, comunidad, reino o dinastía, la belleza pasaba a ser superflua, se eliminaba la libertad de escoger y se permitía una repartición igualitaria del matrimonio.
Literalmente, hubo restricciones a la competencia entre individuos, a la libre cooperación, al interés personal (supeditado a los designios de terceros), a lo que Lipovetsky llama “la regulación social de la belleza”. Esto producía una equivalencia entre hombres y mujeres que garantizaba la igualdad de resultados. En el fondo se trataba de combatir la belleza desigual, la lotería genética es caprichosa, así como las tendencias en los cánones de belleza; lo que hoy puede parecernos poco agraciado, antaño, quizás, era sinónimo de lindeza, y viceversa.
En cierto sentido, la domesticación de la belleza por medio de la alianza objetiva permitía a los menos agraciados evitar vivir sin pareja sexual (requisito sine qua non para la reproducción). Aun así, siempre ha habido todo tipo de rituales para mejorar la atracción sexual (cosa que parece contradictoria al limitar la oferta y la competencia entre individuos). Esta libertad se extrapola incluso hacia los diferentes tipos de matrimonios que se dan entre personas del mismo sexo, sorprendentemente (nótese el tono irónico), allí donde el Capitalismo triunfó es donde ha nacido la tolerancia respecto a la diversidad sexual.
Capitalismo y emancipación
Es lugar común escuchar que el modelo perpetúa una suerte de patriarcado que oprime sistemáticamente a las mujeres, esto daría para un artículo, libro o tesis doctoral aparte, pero de soslayo hay que señalarles a quienes sostienen dicha premisa que, precisamente, donde ha surgido la economía de mercado es donde han aparecido los movimientos emancipadores que, en origen, buscaban la isonomía entre sexos, es decir, la igualdad ante la ley. Otrora del advenimiento de la sociedad de mercado, a las mujeres se les confiscaba el poder de rechazar la relación sexual. Esta decisión venía decidida por individuos ajenos a las mismas.
Las primeras voces críticas con el matrimonio basado en el interés familiar o grupal datan de la segunda mitad del s.XVIII y se fundamentaban en el rechazo a la libre elección de los cónyuges. Fue precisamente la sociedad burguesa, esto es, la élite social, la que elogió a lo largo del s.XIX el matrimonio por inclinación, en contraposición al matrimonio por conveniencia.
La privatización del matrimonio
Este largo proceso histórico culmina con la Gran Guerra, en la cual, los matrimonios por mero interés de terceros empezaron a considerarse vergonzantes y tenderían, ulteriormente, a esconder su naturaleza. Tanto es así que lo que se empezó a considerar como relevante era encontrar, por uno mismo, sin intervención de un deus ex machina, a tu cónyuge. Este contexto es relativamente nuevo: la unión de dos personas por atracción genuina. Curiosamente, también se ha dado en los lugares donde se ha consolidado la economía de mercado. Correlación no implica causalidad, pero tampoco casualidad.
Por ende, la unión solía ser una cuestión de grupo-social, a partir de la consolidación de la libertad de elección, pasó a ser un asunto privado. La seducción se convirtió en un imperativo subjetivo para unirse, no así la objetividad (y el economicismo) que caracterizaban a todo lo precedente. La regulación exterior empezó a estar mal vista. De ahí que, el matrimonio forzado, a ojos de un occidental, sea sinónimo de barbarie. Representa una antinomia que no puede aceptarse en una sociedad individualista y humanista.
Banalización
No obstante, no debe deducirse que todo lo que envuelve a los cambios en materia sexual sean positivos en su conjunto y que no existan externalidades negativas que bien merecen ser atendidas con la debida diligencia. Por ejemplo, en los últimos 20 años, con la consolidación de Internet en la mayoría de los hogares del mundo, se ha producido una sobreestimulación y banalización del sexo. En un solo clic, un hombre y una mujer pueden tener acceso visual a millones de cuerpos desnudos, pornografía y en algunas aplicaciones, incluso conocer a potenciales partners sexuales. No hay precedente alguno a esto y pensar que no tendrá consecuencias es un planteamiento naive. Todo ello ha facilitado algo que durante milenios tenía un aura de privacidad, que estaba altamente regulado por el colectivo y que incorporaba toda una serie de rituales de apareamiento.
En la actualidad, todo está abierto, casi nada está prohibido[3], se puede dar rienda suelta a cualquier tipo de fetichismos sin demasiado estigma social. Esto es fruto de la desregularización en este ámbito. Por un lado, es encomiable que hoy las parejas elijan libremente a sus potenciales compañeros de vida, haciéndose cargo del peso de esa libertad, que, siempre, en todo lugar y en todo momento, va asociada a la responsabilidad individual. Desde luego que, viendo la tasa de divorcios en España (7/10 matrimonios acaban en ruptura[4]) y en la mayoría de los países occidentales, es fácil darse cuenta de que el paradigma implica riesgos y la asunción de costes considerables, pero, como decía Hayek, hay que ser dogmáticos en la defensa del valor supremo que debe regir la vida de los individuos: la libertad. Y esto lo afirmo con una congoja superlativa viendo cómo están las cosas.
¿Cuál es la alternativa?
Sea como fuere, las contradicciones culturales del Capitalismo, planteadas de forma brillante por Daniel Bell, se muestran más fieras que nunca, vivimos en la modernidad líquida, en el arquetipo del amor de usar y tirar[5], hipertrófico y banalizado. Pero, por más problemas que le veamos a las externalidades del modelo económico en materia de amor, vivimos en el mejor momento de la Historia humana. La época del flirteo, fenómeno datado en el s.XIX en los países anglosajones, es indisociable de la libertad de palabra, de la libertad de apariencia, movimiento, gesto y relación.
Si bien es cierto que todos estos fenómenos modifican la moral tradicional, otorgan una libertad que, ninguna mente, por muy anticapitalista que sea, es capaz de repudiar, ¿cuál es la alternativa?, ¿que el Politburó decida con quién vas a pasar el resto de tu vida?, ¿que tu familia decida quién es el mejor candidato para formalizar un matrimonio?, ¿o que tu religión te encadene a alguien per saecula saeculorum?, ni los más liberticidas gozarían, a día de hoy, oponerse a la libertad de elección. Entonces, presuponiendo que hay alguna moraleja en el artículo, esta sería que: si bien el sistema económico determina cómo nos relacionamos, el egoísmo y la hipergamia no es fruto de este, sino que ha sido un axioma indisociable da che mondo è mondo.
Este artículo ha sido publicado originalmente por el Instituto Juan de Mariana
Ramón Audet Sánchez es profesor asociado en la Escola Universitària Formatic Barcelona (UdG) y gestor de Fondos Europeos en el CTTI. Graduado en Historia por la Universitat de Barcelona (UB) y la Università di Pisa (UNIPI), profesor de Ciencias Sociales por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Máster en Historia Económica por la UB.