En las últimas semanas, para muchos habitantes de este hemisferio el incremento de los casos positivos de coronavirus se ha vuelto imposible de ignorar. En varios países, las autoridades sanitarias han decretado la llegada de “una nueva ola de COVID-19”, y la preocupación por nuevos rebrotes no es ajena a las discusiones durante la reciente Asamblea Mundial de la Salud, con asistencia de casi todos los ministros de Salud del planeta.
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El llamado de atención al respecto de la desmejora del panorama epidemiológico nos recuerda algo que no queremos asumir: no es tiempo de cantar victoria. En la región de las Américas, en la última semana se notificaron 980.618 casos y 3622 defunciones. Esto implica un aumento de casos de 6,9 %. Nuestra región y el Pacífico occidental son las únicas zonas del planeta donde por estos días se incrementan los contagios, aunque un pensamiento mágico sugiera lo contrario a muchos.
No son buenas noticias y habrá que digerirlas, mal que le pese a nuestras sociedades, fatigadas e incluso hastiadas, como lo indica la preocupación creciente de la OMS por el deterioro de la salud mental como consecuencia de los confinamientos estrictos de 2020.
Pero… ¿Qué ha cambiado? Año y medio atrás, los partes diarios de contagiados y de muertos sacudían a diario la frecuencia vespertina de noticias. Pocas veces en la historia reciente la aritmética fue tan relevante para una porción tan grande de la población. Aferrados a los números, teníamos la sensación de estar pisando sobre seguro, puesto que las medidas aplicadas parecían tener algún grado de cientificidad para combatir una enfermedad con más interrogantes que certezas. Aquella fue, quizás, la última vez que el mundo observó la realidad con un grado de claridad pocas veces visto.
Pero para la humanidad, aquí y en la China que vuelve a estar confinada masivamente, esa etapa quedó sepultada. Por eso hoy se cuentan de a miles los cansados de la racionalidad extrema que imponía el virus, los conteos y las prudentes medidas de prevención.
La pandemia no terminó: de hecho, los contagios están creciendo. Y sin embargo, ante la llegada de una nueva ola, la reacción en las calles, las plazas y los medios de transporte público es quitarse las mascarillas y dejar de contar. Hay quienes, incluso, han organizado fogatas donde quemar las telas protectoras de patógenos. Es que a pocos ya les importa contar los casos y las muertes. De allí que la recomendación de la Organización Panamericana de la Salud suene tan simple: hay que aumentar los cuidados, mantener las medidas de salud pública y seguir promoviendo la vacunación. De lo contrario, las postales de hospitales repletos y escasez de camas y respiradores podrían volver a repetirse.
Aquello que no se mide no puede conocerse, y aquello que no se conoce es, lisa y llanamente, el terreno de lo ignorado. La ignorancia nos hace concluir, erróneamente, que la pandemia terminó y que los riesgos, por tanto, son cosa de estadísticos o matemáticos.
Aprender a convivir con el COVID-19 no puede significar que demos rienda suelta al virus. No puede significar la aceptación de casi 50.000 defunciones por semana debidas a una enfermedad prevenible y tratable. Ignorar esto, dejar de contar, hacer de cuenta que el virus no existe, es abdicar en favor del pensamiento mágico.
Mookie Tenembaum es filósofo y analista internacional