En las sociedades democráticas sanas, Montesquieu nos enseñó que deberían regirse por un principio de separación de poderes. Así, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben retroalimentarse y vigilarse los unos a los otros. Los ciudadanos, a través de elecciones libres y democráticas, son los que, en última instancia, controlan los poderes. Ninguno de ellos debe sobreponerse al resto. Todos se controlan y deben rendirse cuentas entre sí, siempre con el ordenamiento jurídico por encima de todos.
Ahora bien, esto es la teoría. La práctica es que todos los gobiernos intentan sobreponerse al resto de poderes, invadiendo sus legítimas competencias. Es frecuente ver cómo los gobiernos pierden en los tribunales por intentar invadir competencias que otros gobiernos, regionales o autonómicos, así como del resto de poderes, tienen asignados. Por no hablar de las declaraciones, más o menos veladas, acusando a los otros de poderes de algún tipo de confabulación contra el pueblo, ya que el gobierno, al haber sido elegido en las urnas, cuenta con algún tipo de transustanciación que le hace inmune a cualquier tipo de ordenamiento jurídico.
Sin embargo, el propio proceso democrático ha desarrollado un nuevo actor que, en circunstancias normales, debería controlar todos los poderes, especialmente al ejecutivo. Hablamos de la prensa, entendida en sentido amplio. El cuarto poder en las sociedades democráticos debe ostentarse a través de un periodismo independiente que busque las miserias del poder y las ponga en evidencia ante la opinión pública.
De nuevo, esta sería la teoría. Los gobiernos intentan, a semejanza del ejemplo anterior, moldear la opinión pública a través de la prensa con incentivos perversos. El primero de ellos es la existencia de televisiones, radios, agencias de noticias y, en ocasiones, periódicos estatales. Resulta inadmisible que el propio gobierno controle algún tipo de medio de comunicación directamente. No es posible conseguir la cuadratura del círculo: los puestos de dirección de dichos medios dependerán del favor político del momento, por lo que pedir independencia a personas cuyos puestos dependen de los vientos políticos no es de recibo.
Pero no sólo eso. El gobierno puede intervenir, además, sobre los medios privados a través de la publicidad institucional. Que el Estado, con todas sus administraciones, se haya convertido en el mayor anunciante en nuestro país es un síntoma de baja calidad democrática. Urge realizar los cambios normativos necesarios para evitar que cualquier administración tenga la posibilidad de anunciarse en los medios de comunicación privados, ya que éstos se han convertido en los mayores sostenedores de redes clientelares periodísticas.
Bien es cierto que, evolutiva y consuetudinariamente, algunos periodistas que honran la profesión han abandonado, o están abandonando, la posibilidad de la publicidad institucional. Para ello, el propio proceso de mercado ha desarrollado algunas herramientas que permiten desgajarse del chantaje de la publicidad institucional. Entre ellas, el crowfounding o la financiación a través de donaciones privadas y voluntarias destacan por su respuesta por parte de unos consumidores de contenidos comprometidos con las ideas expresadas en dichos espacios informativos.
Pero no sólo esto. Aparte de estas dos intervenciones, los Estados han entrado de lleno en el control de la prensa a través de organismos que, entre otras funciones son los encargados de otorgar las licencias de emisión. Por ejemplo, en España se necesita una licencia por parte del gobierno para emitir en un canal de televisión o emisora de radio. Con la excusa del “interés general”, los gobiernos tienen capacidad para decidir quiénes emiten en abierto y quién se queda fuera del reparto.
Pero, lo que es más novedoso es que la tecnología ha permitido saltarse estas restricciones. La función empresarial al servicio de la libertad ha encontrado formas de emitir programas, a través de podcast, por ejemplo, que ya superan en audiencia durante varias horas a las televisiones estatales. De hecho, se podría hablar de una creciente brecha generacional en este sentido: mientras los adultos siguen consumiendo los cada vez más en entredicho canales generalistas, las nuevas generaciones viran su consumo hacia plataformas sin control estatal. De ahí que la nueva vuelta de tuerca de los gobiernos pase por el control de las comunicaciones que quedan fuera de su alcance. Para ello, el concurso de las grandes tecnológicas resulta indispensable. De ahí que el siguiente campo de batalla sea este matrimonio de conveniencia entre las tecnológicas y los gobiernos. De nuevo, volvemos al punto de partida.
Este artículo fue publicado inicialmente en JuandeMariana.org
Cristóbal Matarán es doctor en Economía y profesor universitario.