Cuando observamos el proceso de deriva autoritaria de gobiernos inicialmente populares y surgidos de elecciones limpias, como sucedió inicialmente en Nicaragua, Bolivia y Venezuela, encontramos que el caudillo latinoamericano tiende a disfrazar su ambición desmedida de poder con slogans publicitarios de ideologías fracasadas en el resto del mundo. Pero, fundamentalmente, algo que une a todos los populistas es su profundo desprecio por la democracia, a la que acuden sólo mientras son populares y saben que pueden ganar un plebiscito o una elección.
Cuando sienten que los vientos de la democracia no les favorecen, ahí se acaban las concesiones y emerge el verdadero rostro de personajes como Daniel Ortega, Evo Morales, Luis Arce o Nicolás Maduro. Es el rostro del fascismo y sus procedimientos autoritarios. Los rasgos similares de esos nuevos fascismos es que buscan mantenerse en el poder a través del fraude electoral, la represión, la persecución a los opositores, la progresiva acumulación de los poderes del Estado, el uso arbitrario de la justicia para aterrorizar a los adversarios, la creación de bandas armadas paraestatales, los movimientos intimidatorios de masas adoctrinadas y el uso permanente de la detención preventiva, arbitraria e ilegal.
El término populismo, que hoy es la descripción preferida para una insurrección de masas ajenas al comportamiento democrático, no proporciona ninguna comprensión significativa de lo que está sucediendo en la región. Es una forma imprecisa de referirse a todos esos regímenes autoritarios de izquierda a derecha para negar que en realidad se trata del regreso del espectro del fascismo del siglo veinte.
Pero esta historia no es nueva, América Latina ha padecido todo tipo de caudillos, militares y civiles, letrados e iletrados, de izquierda y de derecha, todos ellos, tarde o temprano, acabaron exponiendo su comportamiento fascista.
Esa penetración cultural totalitaria pero disfrazada de grandes ideales se inició en Argentina con un devoto admirador de Benito Mussolini, Juan Domingo Perón, y se fue transformando y sofisticando en los sesenta años de la revolución cubana, a pesar del fracaso patente de ese proyecto comunista, expresado en la represión y miseria que causa hoy a su propia sociedad.
Un estudioso del fascismo, Federico Finchelstein, distingue entre el populismo clásico con Perón, Getulio Vargas, Velasco Ibarra; el Neoliberal, con Menem, Color de Mello, Fujimori, Berlusconi, Bucaram, Bukele; y el de Izquierda con Chávez, Maduro, Evo Morales, Correa, los Kirchner y Podemos en España o Syriza en Grecia. Lo cierto es que tanto populismo, comunismo, como fascismo comparten la misma idea de que representan los intereses del pueblo y que el apoyo popular es la única fuente de legitimación de la política y de su poder, lo que les da derecho a permanecer indefinidamente en el gobierno, acabar con la oposición, judicializar la política y usurpar los otros poderes del Estado.
La gran mentira de los regímenes estalinistas o fascistas es que “pretenden trabajar para la felicidad del pueblo. “La vida es ahora mucho mejor, camaradas. La vida es ahora mucho más feliz“ , declaraba Stalin en el apogeo de la miseria y del terror en Rusia . Lo que desnuda esa farsa es que en democracia, como bien decía Cornelius Castoriadis, “el objetivo de la política no es la felicidad sino la libertad. La libertad efectiva. La autonomía del individuo”. El populismo, como el fascismo, convierten al pueblo en una figura mítica y casi religiosa, e incluso intentan reemplazar a la religión con su propia imaginería. Cuando uno escucha a los actuales caudillos latinoamericanos, no puede menos que dar la razón a Ortega y Gasset cuando sostenía que cuando la democracia se vuelve democracia de masas y las masas empiezan a gobernar, la democracia deja de existir.
No hay duda de que hoy el fascismo levanta la cabeza en la región con un nuevo disfraz democrático. Ante esa realidad, ha llegado la hora de que los ciudadanos se expresen pacífica y democráticamente en defensa de la libertad, bajo la certeza de que sólo a través de una resistencia masiva, pacífica y unificada, se podrá proteger la democracia y evitar que otros países se conviertan en “paraísos socialistas” o más bien fascistas, como Venezuela, Nicaragua o Cuba.
Si los ciudadanos no demuestran unidad en la defensa de la democracia, estarán pronto indefensos ante la maquinaria totalitaria. En esa perspectiva, ha llegado el momento de que la comunidad internacional y los propios nicaragüenses impidan que Ortega consolide su dictadura. Hay mucho en juego, no solo en Nicaragua, sino también en toda la región. Dejar que Ortega continúe en el poder será una carta blanca para que sátrapas como Maduro, Evo Morales y otros que merodean en la región, puedan intentar similares aventuras.
La próxima Asamblea General de la OEA, será una ocasión para ver si existe la voluntad política de los gobiernos democráticos de las Américas para aplicar a Nicaragua las sanciones previstas en la Carta Democrática Interamericana (CDI). Dada la actual fragmentación ideológica en la OEA, es muy posible que, junto a Bolivia, Argentina, Barbados, San Vicente y las Granadinas, México, Honduras y Guatemala se abstengan de sancionar al gobierno espurio de Nicaragua. Es de esperar que otros países no sigan esa ruta e impidan que se sancione a esa dictadura. Ese comportamiento sería una mancha que quedará en la historia de la democracia en América Latina.
A lo largo de la historia, todo lo que los ciudadanos colectivamente hacen de grande y extraordinario se hace cuando se lucha en defensa de principios y cuando una sociedad es capaz de demostrar que no está dispuesta a perder su libertad.
Jaime Aparicio Otero fue embajador de Bolivia ante la Organización de Estados Americanos (OEA).