
La Carta Democrática Interamericana (CDI) culminó un proceso histórico de acuerdos destinados a blindar jurídicamente la democracia en la región. Paradójicamente, a veinte años de su adopción, la realidad política actual de fragmentación ideológica y de deriva autoritaria, e incluso la recesión democrática que ha comenzado a afectar a algunas repúblicas liberales antes consideradas consolidadas, nos lleva a preguntarnos si cabe la posibilidad de que una forma razonable de gobierno democrático se generalice en América Latina. Entre no respetar las reglas hasta suprimirlas, desde la revolución hasta los golpes de Estado, el juego político en Latinoamérica sufre una nueva metamorfosis y se expanden las democracias iliberales contemporáneas, algunas democráticas en su origen pero autoritarias en el ejercicio del poder.
La CDI fue concebida como un instrumento para dotar al sistema Interamericano de un mecanismo de defensa colectiva de la democracia. Como sucedió con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, se rescató la tradición constitucional europea, basada en el vínculo de democracia con ‘ Estado de Derecho. Esto se debió a que era necesario enfrentar nuevas amenazas que ya no venían de dictadores militares sino de gobiernos surgidos de elecciones, como el de Alberto Fujimori en Perú o más adelante, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales, Daniel Ortega y otros, que una vez en el poder utilizan su mayoría circunstancial para desmontar la democracia.
La Carta señala los elementos esenciales de la democracia liberal que vinculan legalmente a los miembros de la OEA y cuya defensa, por parte de los Estados o de la OEA, no constituye una injerencia en asuntos internos sino un “deber“. La primera y más importante premisa sobre la que se basó la CDI es que “democracia, Estado de Derecho y derechos humanos son elementos legales esenciales e interdependientes para la existencia y el funcionamiento de un sistema democrático”. La Carta no sólo ha contribuido a reforzar la estructura del patrimonio convencional Interamericano, sino que sus principios han sido paulatinamente incorporados en el análisis jurídico de la Corte Interamericana sobre Derechos Humanos (Corte-IDH), a través de sus decisiones y opiniones.
Un ejemplo a resaltar es la reciente Opinión Consultiva que rechaza la reelección indefinida como un derecho humano. En dicha Opinión, la Corte utiliza en su análisis la Carta Democrática, así como la Resolución de Ministros de Santiago de Chile de 1959 y la Resolución del Comité Jurídico Interamericano (CJI) sobre los elementos esenciales de la democracia de 2009. La Corte considera que “en una sociedad democrática, los derechos y libertades inherentes a la persona, sus garantías y el Estado de Derecho constituyen una triada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros….” y que “la sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cual ha sido así́ considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana…” y que “la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales. En este sentido, existen límites a lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas”…, y concluye que “La interdependencia entre democracia, Estado de Derecho y protección de los derechos humanos es la base de todo el sistema del que la Convención forma parte”.
A pesar de este formidable y único acervo constitucional regional para proteger la institucionalidad democrática, en los últimos años se observa en varios países la tendencia a asimilar la democracia únicamente a los procesos electorales, restando importancia a las otras reglas de la democracia representativa. Este potencial divorcio entre democracia y Estado de Derecho origina nuevos conflictos y distorsiona la gobernabilidad democrática.
El Estado de derecho, construido sobre la reivindicación de los derechos individuales, tiene que garantizar un espacio para el ejercicio de la crítica y la oposición. En sociedades donde prevalece el Estado de Derecho conviven una multiplicidad de culturas, percepciones, doctrinas, valores y visiones de la realidad. Asimismo, conviven ideologías distintas, modelos de justicia social y opciones de distribución de la riqueza y de políticas económicas distintas, así como múltiples grupos políticos y privados. Lo único que puede exigirse a esta pluralidad es que coincida en su aceptación de ciertas normas legales fundamentales que regulan la participación en los asuntos públicos y que garantizan que las distintas opiniones sean respetadas y legalmente tuteladas. Una sociedad está tanto mejor gobernada cuanto mas distribuido está el poder, cuanto más numerosos son los centros de poder que controlan los órganos del poder central. En esa lógica, basta ver cómo está distribuido el poder en un Estado para distinguir un gobierno autoritario. Los regímenes autocráticos, aunque tengan un origen democrático, se caracterizan por una alta concentración del poder y la ausencia de poderes independientes, como sucede en los países del denominado Socialismo del Siglo XXI.
Por eso, evaluar la Carta, a veinte años de su existencia, implica discernir el hecho de que ésta fue el reflejo de un momento histórico excepcional de consensos democráticos en las Américas que ha dado paso a uno de fragmentación ideológica y de desprecio por las instituciones republicanas. Hoy no existe una voluntad política mayoritaria de los miembros de la OEA para propiciar nuevos mecanismos de aplicabilidad de la CDI a gobiernos que alteren el Estado de derecho. Solo cabe esperar que los regímenes democráticos mantengan su compromiso con las acciones que lleva adelante la Secretaría General de la OEA o el Grupo de Lima. La próxima Asamblea General de la OEA, en noviembre de 2021, será, por ejemplo, una ocasión para ver si hay la voluntad política para aplicar a Nicaragua las sanciones previstas en la CDI.
En consecuencia, no obstante que la Carta Democrática Interamericana sigue siendo un acuerdo de la mayor significación política en la región, no es menos cierto que ésta se ha visto paralizada en los últimos años por la falta de voluntad política de los Estados. En el caso de América Latina, la crisis de la democracia liberal resulta ser en gran parte fruto de nuestros propios errores y de la confusión de ideas y principios en los que vagamos. Es la hora de reaccionar.
Jaime Aparicio Otero fue embajador de Bolivia ante la Organización de Estados Americanos (OEA).