En retrospectiva, los fracasos de EE. UU. frente al COVID-19 pronto serán escritos. Las decisiones mal concebidas y los individuos que las tomaron se ubicarán en el centro del escenario. Un buen análisis, sin embargo, podría dar un paso atrás y preguntar: ¿Qué errores fundamentales de pensamiento se encuentran detrás de los errores más graves?
Mirando en retrospectiva, queda claro que muchos de los peores errores de decisiones de salud pública estuvieron basados en un análisis económico erróneo, implícito o explícito. Los que tuvieron mayores consecuencias fueron determinados por no lograr definir de manera precisa la realidad que existiría en ausencia de la política, calculando mal de esta manera el balance de costos (o riesgos) y beneficios.
Nuestro “pecado original” fue la ausencia en un inicio de pruebas de diagnóstico para el COVID-19. Las normas de Autorización de Uso de Emergencia de la FDA retardaron la aprobación de las nuevas pruebas aquí y la importación de las pruebas extranjeras. ¿Por qué? El comisionado Stephen Hahn, entonces director de la FDA, dijo que había compensaciones entre evaluar la calidad de una prueba y el momento oportuno. En términos de salud pública, sin embargo, tener más pruebas más rápido, incluso si algunas son menos sensitivas, era claramente preferible a tener casi ninguna prueba.
Con un virus que se esparce antes de que aparezcan los síntomas e incluso sin que estos aparezcan, identificar a los infectados y sus contactos era crucial. Los riesgos asociados con la aprobación de pruebas menos precisas en relación a casi ninguna prueba eran por lo tanto minúsculos. Los beneficios de detectar más infectados mediante una disponibilidad más amplia de pruebas, especialmente cuando los casos estaban creciendo de manera exponencial, eran grandes.
El resultado irónico fue peor información para los funcionarios de salud pública, conforme más personas infectadas continuaban su vida normal sin saber que eran portadoras. Con tantas infecciones esparciéndose sin detección, la opción de adoptar un régimen al estilo sur-coreano de realizar pruebas y rastreos —un marco que ha coincidido con 35 muertes por cada millón hasta la fecha allí, versus 1.736 aquí— estuvo muerta tan pronto llegó. Como resultado de estos fracasos, todos nosotros nos vimos obligados a vivir nuestras vidas como si todos nuestros contactos fuesen potencialmente positivos para el COVID-19.
¿Aprendimos de este error? Las pruebas rápidas y baratas que se pueden realizar en casa han sido aprobadas solo recientemente, a pesar de ser una clara mejora por sobre ver “cómo se sienten” las personas o esperar hasta que los síntomas requieran una prueba PCR, con los resultados tardando días en aparecer. Aún así durante muchos meses la FDA no aprobó dichas pruebas caseras porque las consideró como una herramienta de diagnóstico —y por lo tanto una que requerían tener una precisión similar a la de una prueba PCR— en lugar de ser un dispositivo de supervisión adicional que podría reducir la tasa de transmisión del virus informando a más personas infectadas que deben aislarse antes.
Este modelo regulatorio, en otras palabras, retardó una tecnología que hubiese reducido la tasa de transmisión comunitaria —con casi ninguna desventaja— al juzgarla en torno a la precisión de las pruebas PCR que son más costosas y lentas, pero sin considerar los beneficios de las pruebas baratas y rápidas por su velocidad y costo. Como resultado, los estadounidenses fueron privados de una reapertura potencialmente más inteligente, una con más actividades “normales” que podrían haberse llevado a cabo con un menor riesgo para las personas conforme estas se realizaban pruebas de manera regular en casa o en su trabajo.
Aunque el programa de vacunación ahora se está acelerando, los análisis erróneos de riesgos-beneficios han dominado la política de vacunación también. El Consejo de Asesores Económicos de Donald Trump consideraron que la pandemia le estaba costando a los estadounidenses hasta $20.000 millones por semana en producción perdida y en el valor de vidas perdidas antes de que las vacunas fuesen desplegadas, incluso antes de considerar los impactos de esta sobre las libertades. Cualquier medida que podría acelerar la inmunidad de rebaño adquirida mediante las vacunas incluso por un mes hubiese por lo tanto generado cientos de miles de millones de valor.
Aún así, como se ha quejado el ganador del Premio Nobel Paul Romer, el congreso se enfocó demasiado en financiar el alivio económico para “alentar la demanda” y muy poco en la causa más lucrativa de utilizar incentivos adicionales a aquellos de la Operación Warp Speed para acelerar la producción de las vacunas. Como Alex Tabarrok de la Universidad George Mason ha argumentado, ignoramos el potencial de las pruebas de vacunas en humanos, mediante las cuales se les ofrecería un pago a los voluntarios para ser deliberadamente infectados con el virus, de tal manera que se pueda probar las eficacias de las vacunas más rápidamente. Las potenciales pruebas podrían haber sido restringidas a los jóvenes y saludables para mantener bajo el riesgo para los participantes. Pero los potenciales beneficios sociales de acelerar el fin de esta pandemia eran, nuevamente, masivos.
Los reguladores estadounidenses han dejado pasar millones de dosis adicionales de vacunas para brazos estadounidenses al insistir que AstraZeneca entregue una prueba clínica estadounidense adicional de su vacuna, debido las preocupaciones en torno a los datos originales de las pruebas. Considerando la estimación de los economistas acerca del valor de mitigar la probabilidad estadística de cualquier muerte entre $1 millón y $10 millones (depende si controlamos para la edad), es difícil ver qué beneficio marginal la nueva prueba aportaba que superaba este masivo costo marginal por cada vida perdida por el retraso de estas vacunas.
A principios de abril, por supuesto, la FDA y la CDC recomendaron pausar el uso de la vacuna Johnson & Johnson por una “abundancia de cautela” en torno al riesgo de coágulos de sangre. Pero ese consejo, que inmediatamente provocó pausas en algunos estados, por sí solo tiene el potencial de suscitar peores riesgos para la sociedad que tienen que ver con que más personas se infecten y mueran del COVID-19, en ausencia de la protección provista por la vacunación. Era como si los reguladores informaran que varias mujeres jóvenes habían sido matadas por motonetas eléctricas en las veredas, hubiesen cerrados esas veredas, y en su lugar permitido que miles de personas caminen en la mitad de la calle.
Analizar los costos y beneficios de manera errónea, tristemente, es solo la punta de la montaña de errores económicos que han agravado nuestro sufrimiento en pandemia. Ya sea concebir a los mercados importantes de productos (especialmente el de mascarillas) como juegos de suma cero, hasta no lograr considerar suficientemente los incentivos, ignorar el hecho de que las personas alteran su comportamiento cuando los riesgos son cambiados por una política, o no lograr pensar acerca de cómo las cuarentenas y las regulaciones interactúan entre sí, errores en el razonamiento económico han hecho que esta pandemia cueste más vidas, producción y libertades, de lo que era necesario.
Si, diseñar políticas al calor de una emergencia siempre iba a ser un caldo de cultivo para cometer errores. En una crisis con costos tan altos como esta, la experimentación es necesaria. Cuando evaluamos nuestros fracasos, sin embargo, no vale simplemente identificar las decisiones individuales erróneas o los villanos culpables. Para realmente aprender de esta pandemia, necesitamos comprender por qué los instintos económicos defectuosos que se encuentran detrás de esas decisiones han estado tan establecidos.
Ryan Bournees catedrático R. Evan Scharf para la Comprensión Pública de la Economía en el Cato Institute.