Hace pocos días el expresidente César Gaviria, con vehemencia, exigió que el gobierno nacional aumentara (más) el gasto público improductivo como lo dictaba la teoría de John Maynard Keynes para conjurar la crisis económica causada por el aislamiento obligatorio al considerar, supongo, que la coyuntura actual en Colombia es la misma que vivió los Estados Unidos hace 90 años y la solución es la misma: contratar a personas para que abran huecos por la mañana y contratar a otras personas para que los tapen por la noche.
Colombia, desde la presidencia de Alfonso López Pumarejo, jamás ha dejado de aplicar las políticas de Keynes y desde ese entonces hemos vivido la intervención del Estado en la economía, propia del New Deal implementado por Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos para hacer frente a la Gran Depresión que se desató por la caída de los precios de las acciones en la Bolsa de Nueva York en 1929. Se adoptó el New Deal colombiano, paradójicamente, en un periodo de abundancia y de prosperidad porque los Estados Unidos nos había pagado la indemnización por la separación de Panamá en 1922 y bailamos la Danza de los Millones desde el año 1923.
López Pumarejo tumbó el concepto del Estado Liberal y lo cambió por el concepto del Estado Social de Derecho lo que le permitió, en nombre “de lo social”, desbordar el gasto público improductivo y coartar las libertades económicas de los colombianos sin que nadie se opusiera por tratarse de una noble causa. Trató a la sociedad de incapaz para determinar, desde la iniciativa privada, el rumbo que debía tomar por lo que decidió que el Estado tenía que hacerse cargo de la dirección de la economía, y le tocaba supervisar y regular la actividad económica que, nos ha traído un siglo de despilfarro de los recursos públicos, de crecimiento de la burocracia, de aumento imparable de los impuestos y de ineficiencia e híper regulación en los mercados que deben ser libres porque, se supone, Colombia es una democracia liberal y no, una dictadura comunista.
De los logros iniciales en los derechos para los trabajadores que, en la teoría, justificaron la intervención estatal, pasó el Estado colombiano a promover otros derechos y privilegios para las minorías que le permitiera seguir metiendo sus narices en todo y, lo más importante, poder seguir aumentando los impuestos en abierto detrimento de la productividad y de la creación de valor desde la gestión de los empresarios que son los grandes contribuyentes. La intervención desmedida en el Mercado de Capitales, por ejemplo, ha reducido considerablemente el número de participantes privados mientras que los organismos de control y vigilancia del Estado aumentan de manera exponencial su nómina de trabajadores, año tras año para tratar de evitar, últimamente, el cambio climático.
Ludwig von Mises consideró el New Deal como una política intervencionista propia del comunismo, por lo que no dudó en compararlo con las medidas adoptadas por regímenes totalitarios de extrema izquierda como los de Lenin, Mussolini, Hitler y Stalin, porque iban en contra del libre mercado y de la función natural de asignar los recursos y de fijar los precios. Los monopolios estatales, los subsidios, las medidas proteccionistas son distorsiones que alteran el normal funcionamiento de una economía porque elimina la libre competencia que afecta de manera grave la racionalidad económica y la productividad eficiente. No es una coincidencia que los países más ricos sean los que tienen mayores niveles de libertad económica acompañada de menores niveles de tasas impositivas. Los países con tasas de IVA más bajas promueven el consumo y tienden a ser más ricos, por ejemplo.
Mises se debe retorcer en su tumba por culpa del proyecto presentado en el Congreso colombiano que busca, con los impuestos que pagan los colombianos y la deuda que contrae el Estado, constituir un monopolio estatal que compre la totalidad de la producción de hoja de coca a “precios de mercado”, el Estado fabrique cocaína para regalársela a los 250.000 cocainómanos colombianos, y se acabe con los carteles de la droga porque, según la iniciativa parlamentaria, ellos no van a poder comprarle la coca al campesino que la siembra y se quedarían sin materia prima.
Un parlamentario, orgulloso, decía que esa propuesta era histórica. Tiene toda la razón, es histórico usar los recursos públicos para privilegiar a un grupo mínimo, reducido, marginal de la economía, si tenemos en cuenta que el narcotráfico representa menos del 2 % del total del PIB, según el Banco de la República. Para ser consecuentes con la propuesta y en aras de la equidad, igualdad e inclusión, entonces, el Estado también debería comprar las cosechas de mamoncillo, borojó, ñame, carambolo, fique, quinua, añil, arracacha y otros productos marginales e inscribirlos en la Chicago Board of Trade para que se fije el precio de mercado al que compraría el Estado esos productos.
La hoja de coca no tendría referencia para determinar el “precio de mercado” al que comprarían la cosecha porque ese mercado ya desapareció en el mundo, no solo porque cambiaron las preferencias de los consumidores healthy slim fit que migraron hacia la marihuana que no es cancerígena como la cocaína sino porque, finalmente, existió la voluntad política de los países consumidores y erradicaron de raíz a las mafias que manejaban el negocio. El mercado de la cocaína, kaput, se quebró, se acabó, no va más.
Algunos analistas se inventaron que una reforma tributaria es lo único que mantiene una calificación de riesgo en grado de inversión, sin embargo, cabe recordar que el costo más bajo para los títulos de deuda pública colombiana fue cuando no teníamos grado de inversión. Eso se explica porque el riesgo que un país pague lo que debe, no está asociado a que cobre más impuestos sino a la destinación eficiente y a la racionalidad con que administre sus recursos. El éxito de la política económica del gobierno del presidente Álvaro Uribe que nos llevó a tener el crecimiento del PIB más alto en los últimos 43 años, fue la consecuencia de la austeridad en el gasto, gracias a la reducción del tamaño del aparato burocrático, y del fortalecimiento de la gobernanza que determinó el uso adecuado de los recursos públicos en un entorno de seguridad democrática que redujo el riesgo de impago de la deuda al mínimo.
Se pueden aumentar los impuestos y el recaudo pero si los analistas de riesgo país que están en Londres, Tokyo o Nueva York ven a un congresista injiriendo licor mientras propone que el Estado colombiano utilice el dinero de los contribuyentes para montar una planta de producción de cocaína o ven a un funcionario de la alcaldía de Bogotá diciendo que acaben con la Policía mientras amenaza con meter a la cárcel a un panadero por abrir su panadería y vender pan, es obvio que, en medio de semejante sainete, de nada serviría una reforma tributaria para mejorar la percepción de riesgo que se tenga de Colombia y de su entorno productivo.
La tendencia durante la post pandemia en los países con las sociedades más evolucionadas será reducir el tamaño de los aparatos estatales a su más mínima expresión y migrar hacia un sistema tributario basado en un “flat tax”, el mismo impuesto bajo para todos, para ser utilizado en las necesidades básicas de la población. Después de la tragedia del COVID en la que se demostró la incapacidad e ineficiencia de los Estados y de las oenegés como la ONU para atenderla, la actividad económica de los privados debe prevalecer frente a una presencia marginal del Estado, que marcaría el retorno al Estado Liberal clásico. Más Mises y menos Keynes.
Andrés Villota Gómez es consultor en temas de inversión responsable y sostenible, y es excorredor de bolsa con más de 20 años de experiencia en el mercado bursátil colombiano