Hoy, el trumpismo se ha convertido en el más importante movimiento político-cultural contra el socialismo, a nivel mundial. Es el principal ariete para combatir a las izquierdas radicales promotoras de una ideología perniciosa que siempre se traduce en pobreza, persecución a opositores, corrupción, inseguridad y ausencia de libertades y derechos humanos.
En 2012, Barack Obama obtuvo 65 899 660 votos. En 2016, votaron por Hillary Clinton 65 853 581 estadounidenses. En 2020, más de 73 millones de ciudadanos americanos votaron por Donald Trump. Y hay muchos más que respaldan su movimiento, dentro, y fuera de Estados Unidos. En éste participan personas de todas las razas: blancos, hispanos, negros, asiáticos.
Ni Obama ni Hillary Clinton, ni los Bush, generaron movimientos sociales en torno a su ideología o fuerza política. Fueron alfiles de una agenda progresista y globalista. En cambio, el trumpismo tiene mucho futuro —no sólo en Estados Unidos—, porque representa una alternativa de derecha nacionalista y patriótica, la salvación de la economía nacional de EEUU, el rescate de los trabajadores golpeados por el globalismo, y la generación de empleos.
Zombificada por las ideas de Horkheimer, Adorno, Lukacs, y Gramsci, en decenas de universidades de todo el orbe, la izquierda se las ha arreglado para promover una ideología marxista clásica —la que promueve el odio entre clases sociales y hacia empresarios—, o posmarxista cultural que impulsa el odio entre hombre y mujer, gays y heterosexuales, negros contra blancos, y contra la religión, la Patria, y la familia.
Estas izquierdas engañabobos hicieron ver a la derecha como algo odioso, una ideología que sólo podía representar a los industriales, a la oligarquía y al orden establecido. Sus apreciaciones estaban lejos de la verdad, porque siempre han existido derechas construidas con los trabajadores —como la democracia cristiana y el sinarquismo—, pero hoy el trumpismo es un claro ejemplo de una derecha antielitista, que no se apoya en ninguna “plutocracia”, y que es anti-establishment.
Los jóvenes en el pasado caían directo en las garras de las izquierdas, porque no parecía haber espacio para criticar al sistema desde la derecha. Ahora, una aportación del trumpismo es ser una alternativa de derecha antisistema y con arraigo popular.
El trumpismo aplica notas del liberalismo clásico, según el cual todos somos iguales ante la ley, constitucionalmente, lo que se contrapone a los privilegios especiales que concede la izquierda a minorías furiosas progresistas, que se creen con más derechos que todos los demás. Estas izquierdas apoyan una agenda progresista para empoderar colectivos identitarios que a la vez son su base electoral y su punta de lanza mediática.
Los demócratas parecen muy orgullosos de las acciones de sus grupos de choque, Black Lives Matter y de Antifa, ese par de violentos colectivos capaces de agredir a familias con niños que caminan pacíficamente por la calle, a ancianas blancas, e incluso a afroamericanos por el sólo hecho de ser diferentes, de no pensar como ellos.
No obstante, el trumpismo está ganando la guerra cultural contra el postmarxismo. Los republicanos en décadas no supieron construir un movimiento cultural como el que hoy es el trumpismo. El rally del 14 de noviembre mostró músculo, y que los partidarios de Trump se han movido pacíficamente.
Algunos trumpistas portan armas, pero también los grupos que apoyan a Biden. La Segunda Enmienda permite la posesión y portación de armas en EEUU, por lo que no hay nada ilegal en esto, por más que en América Latina percibamos a gente armada en las calles como anormal.
Una diferencia enorme es que los grupos armados de izquierda radical causan estragos, provocan terror (técnicamente son terroristas), y se preparan para una insurrección marxista, mientras que las milicias que respaldan a Trump buscan preservar “la ley y el orden”, el Estado de Derecho. Muy distinto es estar armado en defensa de la democracia, que ponerla en crisis.
Sin embargo, obvio, no son las ametralladoras las que fundamentan la lucha del trumpismo, sino, al menos, tres pilares: el nacionalismo, el antisocialismo, y la religión.
No tienen como meta implantar un gobierno mundial, sino hacer a Estados Unidos grande de nuevo (MAGA). El enfoque es nacionalista por encima del globalismo. Combaten toda forma de comunismo o socialismo, porque Estados Unidos se ha hecho próspero gracias al capitalismo, al liberalismo económico, sabiendo que toda ideología de izquierda representa un peligro para la libertad y la dignidad humana. El derecho a la propiedad privada es sagrado.
El cristianismo ha aportado las bases de nuestra civilización occidental, por lo que una absurda separación de las iglesias y del Estado resulta abominable. Un ideal del trumpismo es, al contrario, tomar las líneas de la moral religiosa como guías de comportamiento. La religiosidad no es algo nuevo: un nuevo presidente jura sobre la Biblia (desde George Washington), y en los dólares aparece la frase: “In God we trust”; en cientos de discursos presidenciales de todas las épocas se invoca al Creador. Ahora en los rallies de Trump la gente está rezando por el futuro del país, para detener a la progresía, a la que consideran obra del mal.
Una característica muy relevante del trumpismo es haber motivado el surgimiento de una nueva red de medios electrónicos y digitales alterna. Grandes públicos se han alejado del mainstream media, para acercarse a InfoWars, Breitbart, y The Federalist, como también a Newsmax, OANN (One American News), al New York Post, Washington Times, Washington Examiner, The Jewish Press, Apple Daily, Santa-Barbara News Press, The Epoch Times, y The Gazette. Parler es la propuesta conservadora para dejar atrás los sesgos de Twitter y Facebook.
Lucha contra el socialismo
Estados Unidos lucía como el paraíso del progresismo hasta hace poco, sinónimo de degeneración moral, de empoderamiento de minorías furiosas, la decadencia del imperio. Un estilo de vida depresivo, previsto por Gilles Lipovetsky. Todo ello atribuible a los antivalores socialistas que Trump llegó a cambiar. Eran el ácido que derruía los cimientos de la democracia.
Tildar de “conspiranoicos” a los trumpistas, descartarlos, ha sido una estrategia más del Enjambre del progresismo globalista, esa mafia que aspira a un mundo bajo su control, para lo cual buscan reducir la población de 7 mil millones, a sólo 2 mil millones. Para ello se han valido del control de la natalidad, ahora abortos al por mayor, y a promover modelos homosexuales, ya que no procrean hijos.
Salvo Vox, ese atractivo partido de España, contados partidos de derecha en países hispanohablantes, son realmente de derecha. Hay líderes de institutos afiliados a la Organización de la Democracia Cristiana de América (ODCA) que apoyan a Biden y a Kamala Harris, y parecieran abrazar sus ideales izquierdistas.
Hoy, el trumpismo es encuentro de todas las derechas nacionalistas, antiglobalistas, y con fundamentos cristianos. Ésos son los cimientos de la civilización que debemos defender.