Por: Tomás Lugo
Tras la Primera Guerra Mundial (en adelante, I GM), los Aliados de Occidente permitieron, sin mayor agitación, la ocupación nazi de Austria. Parecían haber tenido la impresión de que los austriacos querían unirse a Alemania en su fervor por recuperar la figura de potencia, la honra y el respeto por la lengua y las raíces. Asumieron que, tras un Tratado de Versalles que prácticamente culpó a los alemanes de la I GM, el nacionalismo de Adolf Hitler había trascendido las fronteras territoriales e ideológicas y se había expandido hasta el corazón de la raza aria.
Hitler, un militar nacionalista frustrado tras la humillante derrota frente a Francia en la I GM, alimentó el resentimiento de la posguerra con la promesa de recuperar no solo el territorio alemán perdido, sino también el honor del ejército y la moral de la ciudadanía. Se convirtió en un líder y prometió venganza.
En una Europa devastada por la guerra, todavía en estado de shock y apenas levantándose durante la crisis socioeconómica resultante, los gobernantes se aferraban a la idea de mantener la paz en la región. El temor a una inminente segunda guerra impidió la intervención temprana de los Aliados en las pretensiones expansionistas de Hitler. Sabían que una nueva guerra sería doblemente devastadora.
Pero Hitler también lo sabía. Estaba cómodo con la idea de que, pese a que eventualmente alcanzaría un límite, Europa no lo detendría. Tuvo suficiente tiempo para concentrarse en lo que consideraba su verdadero enemigo: el comunismo soviético, encarnado entonces en la inescrupulosa personalidad de Stalin. Aunque su primer objetivo era expandirse hacia Oriente tras “recuperarlo” del comunismo (y en estimaciones generales), los Aliados le dieron a los nazis suficiente tiempo para planificar la invasión y el dominio total de Europa.
Mientras Hitler crecía indomable, los Aliados insistían en evitar un conflicto y decidieron cohabitar “en términos pacíficos” mediante la implementación de presiones diplomáticas. La ambición nazi ya había ocupado Austria y Europa, y preveía su próximo blanco: Checoslovaquia.
El entonces Primer Ministro del Reino Unido, el conservador Neville Chamberlain, visitó a Hitler en tres oportunidades en 1938 con la esperanza de persuadirlo y evitar la invasión de Checoslovaquia. “Si al principio no tienes éxito, intenta, intenta e intenta otra vez. Eso es lo que estoy haciendo”, declaró en su recibimiento ante la prensa.
En su tercer intento, Chamberlain concertó una reunión con Edouard Daladier, entonces Primer Ministro francés, y con el lacayo de Hitler en Italia, Benito Mussolini, en la que intentarían convencer al líder nazi de “anexar” a su territorio las zonas de habla alemana que bordean sus fronteras de Alemania y Austria, más no invadir Checoslovaquia. Entonces nació lo que se conoció como Conferencia de Múnich.
Entusiasmado por la conversación y los presuntos resultados, Chamberlain firmó, al día siguiente, un acuerdo de paz entre Hitler y Gran Bretaña. Fue recibido como un héroe en Londres, y sus acuerdos fortalecieron una postura antibélica que, según las aspiraciones del propulsor, evitaba el inicio de una segunda guerra. Los Aliados seguían en su esfuerzo por evitar el sufrimiento.
En marzo de 1939, apenas unos meses después del acuerdo de paz y de la Conferencia de Múnich, Hitler invadió Checoslovaquia. De punta a punta, de la misma forma en que rompió inescrupulosamente las esperanzas de Europa. Pero los Aliados persistían en su postura antibelicista. Una segunda guerra no era una opción. Decidieron que su siguiente y definitiva advertencia sería con respecto a Polonia, su recién estrenada preocupación. Las negociaciones diplomáticas comenzaron de nuevo.
Los Aliados formularon una amenaza contra Hitler: si invades Polonia, Europa va a la guerra. Una condición que para el alemán seguía sin merecer la más mínima relevancia militar. Su temor verdadero no era una utópica guerra con los Aliados, sino la reacción de su némesis soviético ante una indetenible invasión nazi del territorio polaco. Así que ignoró por completo el llamado de Europa y desvió sus esfuerzos diplomáticos hacia Rusia.
El pacto de no agresión al que Hitler puso su verdadera disposición no fue con Gran Bretaña ni Francia, fue con Stalin. Los Aliados quedaron estupefactos. La confusión tras la ruptura de las promesas de Múnich no les permitía ver lo que realmente estaba ocurriendo. Sólo lo entendieron cuando Alemania invadió una mitad de Polonia mientras Rusia invadía la otra mitad: el pacto era repartirse el territorio.
Entonces, decidieron actuar, una vez más, diplomáticamente. La sola insistencia en retrasar la guerra ya era un gesto de debilidad para un ejército alemán mucho mejor preparado que en la I GM, y con una sed de venganza que pretendía doblegar a Occidente ante el destructivo poderío de Alemania. Francia e Inglaterra declararon la guerra a Hitler. Y, aunque no lo vio venir, siguió tranquilamente concentrado en la ocupación de Polonia, que estaba oponiendo mayor resistencia de lo contemplado por sus generales.
Los Aliados movieron las tropas francesas y británicas a la ciudad de Sedán, al norte de la frontera franco-belga, y se sentaron a esperar, sin intervenir en la terrible batalla polaca, que Hitler invadiera Bélgica. Todavía lo creían incapaz de tanto, aunque entre tratado y tratado ya había invadido Austria, Checoslovaquia y la mitad de Polonia.
Tras 20 días de intensa batalla contra el sorprendentemente resistente ejército polaco, los alemanes se encontraban en su momento de mayor debilidad. De haber atacado a Hitler entonces, muy probablemente habrían logrado detenerlo. Pero Francia, que era el ejército más poderoso y mejor equipado de Europa después de la I GM, superior en tanques y artillería al de un ejército alemán debilitado, y una Gran Bretaña en manos de antibelicistas, decidieron esperar. Prevalecía en ellos la esperanza de evitar la inminente guerra. Hitler se recuperó cómodamente.
Estaba claro que cada vez que decidían esperar, el enemigo retomaba fuerza y crecía. Inesperadamente, mientras los aliados se posaban a la espera de la invasión de Bélgica, Hitler atacó Noruega, un punto clave para la recolección de minerales para la guerra, y Dinamarca, ideal para doblegar a Gran Bretaña. Completamente desorientada por la sorpresiva jugada de Hitler, Inglaterra zarpó en defensa del territorio noruego, dejando a Francia a cargo de la frontera belga, pero sus batallones no resistieron el bombardeo alemán.
Los Aliados fueron humillados por un Hitler debilitado y cascarrabias. En mayo de 1940, Noruega ya estaba bajo el dominio de Alemania y Hitler se había asegurado un flanco estratégico contra Gran Bretaña.
La caída de Noruega fue también la de Chamberlain. La evidencia de su fracaso ya resultaba inocultable para los ingleses, especialmente en el parlamento. El 10 de mayo fue obligado a renunciar por su incompetencia. Su pacto con Hitler ya no lo hacía un héroe sino que desnudaba su cobardía. Era el símbolo de la humillación del Reino Unido. Entonces las miradas giraron, temerosas, al parlamentario que había estado advirtiendo sobre la amenaza nazi, miembro del ala del Partido Conservador que favorecía la guerra.
Gran Bretaña engendró entonces al más feroz y definitivo enemigo de Hitler: Winston Churchill, quien tomó el mando, recibiendo un ejército comprometido y una guerra que había comenzado mal. Francia, la esperanza de Europa, seguía aguardando por algún movimiento del enemigo. Esperaba que invadieran Bélgica e intentaran atacar por Sedán. Pero los alemanes tenían otros planes. Habían tenido suficiente tiempo para alejar al ejército británico y aislar a los franceses. Sabían dónde los estaban esperando.
La resistencia a la guerra, pese a la inconfundible evidencia que, literalmente, tenían delante, era de tal magnitud que las tropas alemanas sufrieron un brutal estancamiento que concentró cientos de tanques y miles de tropas cerca de la frontera franco-belga en las Ardenas. Pero, pese a los reportes de las tropas fronterizas, el incrédulo ejército francés decidió esperar la invasión de Bélgica.
Hitler hizo justamente eso. El mismo día en que Winston Churchill asumió el cargo de Primer Ministro, Alemania invadió Róterdam (Holanda) y Bruselas con un ataque aéreo arrasador. Su intención era dominar los puertos y adquirir así las bases estratégicas para una eventual ocupación de Gran Bretaña. El ataque a Bélgica logró concentrar a los franceses en Sedán, mientras el recuperado ejército nazi atravesaba las Ardenas, tal y como lo habían advertido las defensas fronterizas, y los acorralaba hacia el norte.
La velocidad y la sorpresa fortalecieron lo suficiente al ejército alemán para dividir, acorralar y vencer a los ejércitos británico y francés, logrando la tan anticipada invasión de Francia. Hitler logró debilitar peligrosamente a los ejércitos aliados de Occidente. Nada de eso habría sido posible sin el valioso tiempo que el temor a la guerra de los Aliados le brindó generosamente.
Si Francia hubiese actuado a tiempo, mientras los alemanes estaban siendo atacados por los valientes polacos, quizá los habrían acorralado. Por abogar por la paz y sentarse a esperar la invasión de Bélgica, en un intento de prolongar la llegada de la guerra, fue Hitler quien los puso a su merced.
En tres días, 60.000 tropas alemanas tomaron Sedán y avanzaron hacia París. Occidente había observado atónito la ocupación nazi de Austria, Checoslovaquia, Polonia, Noruega, Dinamarca, Bélgica y Holanda, y ahora observaba la invasión de Francia y la humillante desesperación británica.
Los alemanes obligaron al resto de los franceses y británicos a retroceder hasta Dunkerque. Churchill insistió en rescatar a su ejército pese a la rapidez y voracidad de los nazis. Fue entonces cuando, finalmente, Hitler cometió el mismo error que reiteradas veces habían cometido los Aliados: tomó la lujosa decisión de esperar.
La adrenalina de su capacidad destructiva, sumada al nacionalismo conquistador de la nueva potencia bélica en que se había convertido Alemania, habían despertado síntomas de rebeldía en algunos generales, entusiasmados por los altos chances de victoria. Hitler, un megalómano inquisidor, percibió un peligro para su autoridad en ese entusiasmo en sus funcionarios. En un intento por reafirmar su inquebrantable omnipotencia, el Führer ordenó parar el fuego. Sólo para conservar su autoritaria posición de líder inequívoco, detuvo una batalla que le aseguraba la victoria.
Y las pausas del enemigo son tiempo de ventaja para los ejércitos aliados, acorralados en Dunkerque y a punto de enfrentar la derrota. Consecuentemente, a diferencia de su débil antecesor y con las miradas juiciosas de la opinión pública, Winston Churchill tomó la oportunidad. En una apresurada improvisación, organizó un rescate de sus tropas en embarcaciones civiles.
Los bombardeos alemanes en Dunkerque dejaron una nube negra de humo que cegaría los ataques aéreos y permitió a los barcos civiles atravesar exitosamente el camino hasta Inglaterra. La espera de Hitler fue el principio de su fin. 340.000 tropas británicas fueron rescatadas de un fatal desenlace. Se aseguró Francia, pero dejó escapar a una Gran Bretaña ahora liderada por su temido enemigo.
Todavía entonces, Estados Unidos, como el resto de Occidente, observó paciente la humillante firma del armisticio en el que los franceses se rindieron ante Hitler, en el mismo tren, el mismo vagón y la misma ubicación en que el ejército alemán se había rendido ante Francia al final de la I GM. El otrora poderoso, invencible ejército francés se arrodillaba ante un ejército antes no tan grande, cuyas mayores armas fueron la velocidad y la sorpresa.
Pero las consecuencias llegaron, como habían llegado una y otra vez durante el largo y perjudicial periodo de resistencia a la guerra. Tratados incumplidos y casi toda Europa del este bajo el control de los nazis no fueron advertencia suficiente. Estados Unidos, más preocupado por las ambiciones expansionistas del imperio japonés, recibió un ataque sorpresa y demoledor en Pearl Harbor.
Humillado, luego de haber rechazado los llamados de auxilio de Churchill, el entonces presidente estadounidense, Franklin Roosevelt, entró en el juego. La guerra también había alcanzado a América, que esperaba sin preparación y alimentaba en su ciudadanía un espíritu pacifista. La espera de Roosevelt no sólo permitió a Hitler hacerse con el control de casi la totalidad de Europa, también había permitido el avance sin sigilo de Japón en los berrinches conquistadores de su emperador.
El mundo estaba sumido en el caos. Los Aliados se encontraban frente a una derrota que hubiese cambiado drásticamente el rumbo de la historia de Occidente. Adolf Hitler pavimentó buena parte de su camino a un imperio global, con sus bases bien cimentadas en Europa del este. Incluso el comunismo soviético había percibido la gran amenaza que representaban las Potencias del Eje, carcomidas por el resentimiento de un Tratado de Versalles que las perjudicó moral y territorialmente, y en una histórica operación conjunta, Iosef Stalin terminó cooperando con su eterno rival norteamericano.
La segunda guerra fue inevitable desde el final de la primera. El mundo, en especial Europa, había sido víctima de un conflicto sin precedentes y las heridas seguían sangrando. El temor a una segunda guerra, doblemente sangrienta, aunque estaba justificado, vendó los ojos del mundo libre ante las atrocidades de Adolf Hitler. En Alemania latía el corazón de un Holocausto que, ejecutado como el gran secreto a voces de Europa, acabó con la vida de 16 millones de personas inocentes.
Finalmente, el mal creció frente a la mirada silente de los buenos, y la segunda guerra se llevó consigo cerca de cien millones más de vidas inocentes. La cifra total se pronuncia ‘ciento dieciséis millones de víctimas mortales’, entre la II GM y el Holocausto, en poco más de 6 años de conflicto.
Cabe, en ese contexto, reflexionar: ¿cuándo es un régimen lo suficientemente tiránico para ser depuesto a la fuerza? ¿Es el costo político de una declaración más alto y humillante que una ocupación total e irremediable? ¿Pudo haberse evitado una masacre sin precedentes en la historia de la humanidad de no haberse resistido el mundo inútilmente a emitir una declaración de guerra?
Tomás Lugo es periodista, locutor y articulista.