Por Agustina Blanco *
Desde los primeros pasos del yrigoyenismo a principios del Siglo XX, comenzó a instaurarse en el país una nueva forma de gobierno en contraposición de las políticas gubernamentales de la “Generación del 80” basadas en las ideas del filósofo francés, Augusto Comte.
En 1880 —año que le otorga el nombre a la Generación— primaba la educación como forma de alfabetización para combatir el alto índice de iletrados que azotaba a la nación mientras que la exportación de materias primas al punto tal que se amplió el Puerto de Buenos Aires. En consecuencia, se crearon los puertos en Bahía Blanca y La Plata creciendo el número de industrias y comerciantes, de esta manera el capital que ingresaba al país sirvió para aumentar la infraestructura del Estado.
Del mismo modo la creciente ola de inmigración europea trajo consigo mano de obra. La misma era necesaria para cubrir la demanda laboral de Argentina que se estaba integrando al mercado europeo. La suma de todos estos esfuerzos consolidó las bases para que Buenos Aires se convierta en la “gran Capital Sudamericana” y Argentina en el “Granero del mundo”.
En 1890 ciertos movimientos anarquistas y socialistas inspirados por el marxismo cobran vuelo y comienzan a ejercer presión para derribar las políticas de gobierno del momento. Ambas corrientes organizaron el Movimiento Obrero cuya metodología de acción era la huelga. A su vez, nace el Movimiento Sindical Argentino que reclamaba reformas de carácter urgente en el orden social del país. Este último movimiento encontraría en la Unión Cívica Radical (UCR) un cálido espacio.
Con la venida del radicalismo a principios del Siglo XX, se instauró una forma de gobierno nacional y popular, de esta manera se conformaron los primeros sindicatos en el país y la política de redistribución de la riqueza se asentó. Las exportaciones disminuyeron considerablemente y en consecuencia aumentó la desocupación. Del mismo modo las principales medidas del yrigoyenismo fueron la prohibición del desalojo y el aumento de los alquileres como así también establecer al Estado como el único poder de explotación de fuentes naturales de riqueza. De esta manera el Estado adquirió una posición cada vez más preponderante en las actividades industriales, incrementando su rol de intervencionista y alejándose de las ideas de libertad.
En 1946 el peronismo, por su parte enarboló la bandera de la redistribución de la riqueza, una fiel manera de mantener el voto popular, de este modo creó las bases y condiciones del populismo latinoamericano mediante la demagogia electoral. A su vez intervino la política de importaciones y las sustituyó. Respecto a los derechos y garantías, Perón se encargó de reformar la Constitución Nacional y transformarla en una representación de su gobierno proteccionista.
Es evidente que, desde el gobierno de Hipólito Yrigoyen hasta la fecha, el Estado paternalista intervencionista se consolidó como eje central en el desarrollo de las formas de gobierno dejando atrás, poco a poco, el progreso y aquella Argentina apodada “Granero del Mundo”.
El empoderamiento de esa forma de gobierno condescendiente dejó sin incentivos el desarrollo profesional de los ciudadanos respecto al progreso y su fortificación mediante reforzadores positivos.
El debate en la “era Macri” se instauró (gracias a una publicidad del rubro automotor) desde una nueva visión “Meritocrática vs Paternalismo Estatal”. En este sentido es necesario desarrollar el significado del primer término. La palabra ‘mérito’ como concepto encarna el derecho de recibir un premio como resultado por el esfuerzo realizado respecto a algo, o, en otras palabras, por el trabajo. El filósofo inglés John Locke decía que el trabajo es lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas. A su vez Locke deja claro que la capacidad del trabajo es lo que diferencia a los seres conscientes de los animales y de ahí también su gran importancia, por lo cual nada hay más meritocrático que el trabajo mismo.
Podríamos decir, entonces, que si el valor de las cosas se las otorga el esfuerzo, por consiguiente, el trabajo, entonces, el signo de la ‘meritocracia’ es la valoración del esfuerzo por la labor realizada en un preciso momento para alcanzar un determinado fin, que tiene como recompensa la satisfacción personal y esta última es la que conlleva al progreso. Por lo tanto, si la clave está en el grado de esfuerzo individual, ¿por qué seguir insistiendo con el intervencionismo?
Agustina Blanco es periodista por el Colegio Universitario de Periodismo. Lic. En Comunicación Social por la Universidad Católica de Santiago del Estero. Investigadora de la Fundación Centro de Estudios LIBRE. @AgusBlanco1992