Por Antonini de Jiménez
La muerte de George Floyd, vecino de la ciudad de Minneapolis el pasado 25 de mayo a manos de la policía avala lo que llamo la teoría del “chocolate blanco”. Cuando un negro muere a manos de un blanco siempre apelamos a la xenofobia (o racismo) como si el resto de razones que hubieran podido motivar tal acción (negligencia, desequilibrio mental del agresor, etcétera) quedaran desautorizadas.
En cambio, cuando es un negro quien ejerce una reacción violenta hacia un blanco siempre se legitima en favor de algún mal superior ejercido por el segundo “algo habrá hecho para merecerlo”. El primero es siempre víctima y el segundo victimario. La misma lógica se desprende del polémico caso que supone el uso del velo islámico. Siempre asociamos su empleo a la opresión heteropatriarcal ejercida injustamente contra la mujer, y sin embargo, nunca permitimos acreditar tal comportamiento desde las bases de la libre expresión religiosa. Muchos podrán escandalizarse al asegurar que ninguna mujer en su sano juicio decidiría autónomamente hacer uso de una vestimenta tan “vejatoria”.
Y, sin embargo, en mi país, España, (“tolerante”, “abierto” y “civilizado”) nadie se atreve a cuestionar la autonomía de aquellas personas que acceden aferradas a un cinturón de esparto caminar descalzas con cadenas en sus tobillos y portar cruces sobre sus hombros durante la fiesta de la Semana Santa.
Esta lógica que subordina la vida a un ejercicio entre opresores y oprimidos de ningún modo dignifica a las minorías que se pretenden encumbrar. Todo lo contrario. Lo que se esconde tras esa influencia abierta y tolerante de la izquierda posmoderna es un racismo encubierto. Desde nuestra cínica visión del mundo el negro solo es negro para nosotros (blancos occidentales) lo que hace apartar de nuestra influencia el resto de roles que lo constituyen como ser humano; esto es, hermano, hijo, empresario, obrero, cristiano, artista, etcétera. Solo lo reconocemos desde la categoría “del oprimido” negándole cualquier otra identidad que lo enaltezca más allá de nuestro voluntarismo compasivo. Lejos de respetarlos en su diferencia lo sometemos a nuestra condescendencia lo que impide rescatar cualquier elemento que lo eleve más allá de ser una nuda víctima. La víctima no tiene en ningún caso posibilidad de redención porque solo como víctimas permitimos que ellos aparezcan ante nosotros. ¡Vergüenza!
Antonini de Jiménez es doctor en Economía y profesor de la Universidad Católica de Pereira