Por Robert Gilles:
«Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?» — Agustín de Hipona
Los doscientos nueve años que han transcurrido desde la firma del acta de la Independencia de Venezuela son bastantes abultados en experiencias, relatos y añejos heroísmos que parecen ser el mejor motivo para levantar la cerviz cuando se entona aquella canción patriótica de 1810 que tarareaban algunos mientras se empezaba a armar un movimiento de lo que se llama de forma chocante oligarquía, que inicialmente pretendía reivindicar los derechos de Fernando VII en la Capitanía General frente a la invasión napoleónica en España, quizá por temor a la pérdida de las prebendas borbónicas, y que luego se transformó en un proceso originario y novedoso que desembocó en veinte años de guerra. Tras este período y en una incesante pero muy bien eslabonada secuencia de hechos de sumo interés se presentó finalmente, arrastrándose el costo histórico tan grande de la Gran Colombia, el 27 de diciembre de 1829 bajo la batuta de José Antonio Páez, la separación de Venezuela de Colombia y el desconocimiento a la autoridad de Bolívar. Y finalmente se retomó entonces el espíritu de 1811. Con la Constitución de septiembre de 1830 comenzó el verdadero inicio republicano de nuestro país. Ya libres de anexiones territoriales que a nada llevarían sino a alimentar delirios patológicos.
Desde entonces ha sido ensayo y error. A la República fundada bajo la mirada del Centauro de los Llanos le sucederán setenta y tres años de guerras civiles, revoluciones y caudillismos que acaban en la pacificación definitiva de Venezuela en ciudad Bolívar en julio de 1903 cuando el benemérito Gómez derrotó a Nicolás Rolando. Nos sucederá un larga y cruenta dictadura bajo la batuta del mismo Gómez, hasta que finalmente tras la muerte de él y como un proceso necesario e indetenible del mismo sentido de la historia, Venezuela se encaminó de forma lenta, pero con plena convicción, a la instauración de un Estado moderno, republicano y democrático.
No pretendo esbozar aquí la historia que, con sus propios e inevitables aciertos y errores, incluyendo el inciso de la dictadura de Pérez Jiménez, nos trajo hasta diciembre de 1999. Aunque los hechos parecen alejarse de la memoria del venezolano y eso sea parte determinante del problema, no es el caso en esta ocasión.
El hecho concreto es lo inenarrabĭlis de la Venezuela que desde 1999 hasta hoy se ha realizado. Se realiza pero ya es inenarrable en el sentido estricto de su concepto en la lengua española. Como si acaso la destrucción no cesara nunca y siempre quedara algo más que acabar.
Cuesta buscar referencias y comparaciones a la saña con la que se desmanteló a la República de Venezuela. Y más cuesta arriba se hace todo cuando se pretende refugiar en eufemismos y con maquillajes de cabaret la situación, haciéndola menos grave y con anclajes frívolos en supuestos hechos que de forma indiscutible y “ahora sí” pondrán fin a la pesadilla. Quienes se aferran a ello o las esperanzas que diversos trabajos caritativos proveen, aunque lo hagan individualmente, arrastran al colectivo a una espera que impide la resolución del problema. La espera es una acción de freno y paciencia. Pero dicha espera no hace sino frustrar la cotidianidad e inmediatez en la que se deben dar reales y muy concretos pasos para pensar bien cuál es la salida a esta crisis demoledora.
Y es en esa cotidianidad donde al mismo tiempo que se afianza la fuerza del estado totalitario y la anarquía social, se produce una y otra vez la destrucción de todo aquello que incluso puede estar ya destruido. Las consecuencias de esto se viven, se padecen, pero sólo en ese mismo día a día. La protesta contra esa realidad caduca cuando con un paliativo se resuelve determinada crisis o cesa la incomodidad que nos genera determinada falla, auto confinando a los ciudadanos a un miramiento muy corto del problema que a futuro va a representar y que ya representa la catástrofe. No se trata de ser apocalípticos, porque no se puede serlo cuando la debacle ya está ocurriendo. No se es profeta de un desastre que ya ocurre.
Como coloqué en el epígrafe de este artículo, citando al Obispo de Hipona, San Agustín: Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones. Esto es lo que mejor aproxima a la situación de Venezuela. Es un Estado que despojado de la obligatoria investidura del derecho que debe regir su vida ha sustituido los valores esenciales y tradicionales por aquellos que le permitan el sostenimiento sin que prive una noción mínima, aunque sea de apariencia del mismo derecho o de las consecuencias que esto trae consigo.
En veinte años ha sido desmantelado el aparato productivo de la nación en su totalidad. No es cualquier cosa decirlo. Y no es menos tampoco señalar la destrucción de todos los sectores de la vida nacional, incluyendo, aunque no sea políticamente correcto decirlo, aquellos que deberían ser la vanguardia para producir el cambio necesario. Este es uno de los puntos inéditos de la crisis venezolana: el sistema de complicidades entre casi todos los actores políticos.
Podríamos pensar que Estados Unidos quizá nunca tuvo en sus planes acabar con el sistema cubano, por ejemplo, y les fue más fácil cercarlo con el llamado “bloqueo” y abrir sus fronteras para la migración cubana bajo un formato legal que ayudase incluso al fortalecimiento de la economía en el estado Florida. A cambio puede exhibir a Cuba como el ejemplo de lo no deseado para la región y con ello mostrar un discurso de supuesto interés por la región. Venezuela hoy representa, sin lugar a duda, una amenaza a los intereses de los EEUU, pero es una amenaza manejable en el ejercicio de la hegemonía que ejerce. Y es manejable porque siempre militarmente tendrá la posibilidad de doblegarla, y eso es lo práctico y lo concreto, sobre todo sabiéndose de antemano que ni China ni Rusia alimentarían un conflicto militar por nosotros.
Algo similar ocurre a lo interno. ¿A quién realmente le conviene la caída del régimen chavista? Y no me refiero por conveniente a quienes siendo parte del régimen participan de sus latrocinios. Me refiero al sector que, alejado como parece de la realidad nacional, descubrió en la política o en muchas otras actividades un modus vivendi muy lucrativo. Son veinte años donde se permitió que mucha gente de forma directa o indirecta, afecta o no al sistema, sin excepción, participara en el robo y la corrupción de la mayor bonanza económica de nuestra historia. Esto creó un sistema de complicidades no solo a nivel de sectores, sino también en la sociedad que sucumbió a sus acostumbrados vicios, ahora bajo el amparo de la anarquía legal que prevalece.
En medio de todo un país arrasado. Con un salario de cuatro dólares y un listado de productos de comida, por ejemplo, regulados por el mismo régimen en más de cien dólares. Con la vorágine impensable del proceso inflacionario más alto del mundo. Escandalosos niveles de desnutrición en la población. Un sistema sanitario colapsado en su totalidad. Una precariedad inimaginable de la calidad de vida y elevadísimos niveles de violencia y descomposición social. Todos los poderes del Estado sumidos en el carácter fallido del mismo y por ende reducidos a brazos parásitos del sistema, dejando como resultado una situación de indefensión absoluta en los ciudadanos. Y veinte años, quizá menos, de luchas reprimidas ferozmente por el brazo armado del régimen que son las Fuerzas Armadas Nacionales dejando en saldo varios centenares de muertos.
Siempre la hegemonía de la fuerza del Estado, legitima o no, es certera en la siembra del terror y efectiva en la desmovilización ciudadana. Y de eso dan cuenta hoy los venezolanos.
Pero lo más grave de todo es que el Estado derivó un inmenso mecanismo de narcotráfico, de lavado de dinero y de saqueo de una riqueza muy cuantiosa como la es la del oro y los diamantes, tras el desmantelamiento e improductividad total de la otrora gigantesca empresa petrolera. Esto sostiene de forma clara al Estado fallido, más aún: las condiciones para que eso ocurra y la patente de corso a quienes lo hacen garantiza la existencia misma de ese Estado y anula las posibilidades de una salida política, abriendo delante de nosotros la necesidad de la fuerza y la fractura para restablecer a la República.
Y es que es muy iluso pensar que podrá haber una salida consensuada o electoral. La situación de nuestro país dejó de ser política. Es necesario verlo. Y lo que no es político no puede resolverse políticamente. Eso no nos hace menos ciudadanos ni más salvajes. Solo nos aclara los términos de la situación.
Esto no depende ya de movilizaciones sociales, aun cuando deben organizarse y promoverse. Esto depende de que la Comunidad Internacional tome consciencia real -no mediática ni diplomática- del problema que significa Venezuela. Aquí será determinante saber cuán reales son las solidaridades hasta ahora expresadas, porque todos condenan en papel mas no en acciones que lo eviten.
Y depende también sin duda de un entendernos a nosotros mismos como país. Renunciando ante todo a la maldita convicción de que siempre habrá un mesías que dirá lo necesario, pero no precisamente hará lo correcto, porque todos los que lleguen (como se ha comprobado en estos veinte años) son falsos mesías. La historia no tiene mesías ni los tendrá tampoco. Ella misma es su propio mesías. Y aunque muchas veces su devenir es inexorable, no siempre es oportuno. Se detuvo el holocausto ejecutado contra seis millones de personas, pero a cambio de una alianza se silenció y no se actuó contra el holocausto soviético de Stalin que mató cincuenta millones de personas. Así de relativa es la historia. Sin embargo, dentro de su propio relativismo no deja de proveer en medio del caos que supone el fin de una crisis a las personas idóneas para conducir. Existen riesgos, pero siempre en el punto más oscuro surgen los verdaderos timoneles.
Insistir en la necesidad de derrotar la apabullante capacidad de adaptación a la crisis que ha mostrado el venezolano, así como en su apatía para la toma de decisión final que pueda expresar la solicitud de auxilio que se debe pedir al mundo, es lo que importa en este momento. Porque cada día que pase no estamos postergando el cambio de un cambio de un gobierno o de un sistema totalitario con el que sin duda se puede cohabitar como ha sucedido todo este tiempo. Cada día que pasa estamos renunciando a la vida, en el sentido estricto de su plenitud y a Venezuela como nación.
No son estas palabras las que en solitario cambia el curso de la historia. No es pontificar, es solo que el testimonio de la conciencia es imprescindible en la oscuridad.
Robert Gilles es politólogo de la Universidad Central de Venezuela. Analista de diversos medios de comunicación. Director Ejecutivo de la Fundación Justicia Paz y Solidaridad. Es coordinador ejecutivo del Consejo de la Resistencia que agrupa a un centenar de activistas e intelectuales venezolanos. Exiliado de 2014 a 2016 y preso político en marzo de 2020.