Por Miguel Lagos
El Departamento de Justicia de los EE. UU. ha dado un golpe contundente a la estructura de poder criminal que controla impunemente Venezuela. Así, se ha puesto precio a la cabeza de Nicolás Maduro [15 millones de dólares], Diosdado Cabello [10 millones] y otros operadores, incluyendo el narcoterrorista Tareck El Aissami [10 millones], una pieza clave en la región de las amenazas transnacionales y delictivas antioccidentales.
Con rapidez la Administración para el Control de Drogas (DEA) lanzaba al mundo sus carteles de “recompensa” con los rostros de quienes son acusados —tras diez años de serias pesquisas— por los delitos de narcoterrorismo, corrupción y tráfico de drogas. Ahí aparecía la cúpula de la élite bolivariana chavista convertida ahora, de forma oficial, en una latente amenaza regional.
Adicionalmente, el fiscal general Bill Barr presentaba cargos contra los “disidentes” de las FARC “Iván Márquez” y “Jesús Santrich” por la complicidad con Maduro en el narcotráfico. Sin duda, el tráfico de cocaína es solo una de las muchas actividades delictivas en las que está involucrado el castrochavismo en Venezuela. Es el ya famoso Cartel de los Soles en acción.
Las acusaciones judiciales suponen casos importantes que además nutrirán en adelante las evaluaciones y los estudios sobre los nexos entre el crimen y el terror político. Un proceso de gran envergadura por tratarse no solo de una fuerza de crimen organizado, sino que además domina todos los resortes de gobierno e institucionales de un país. Es decir, un usurpado mandato de signo criminal poseedor de un enorme poder político incontrolado.
Y hay que resaltarlo: este mandato criminal no solo se empoderó durante la era de Maduro. El mismo Hugo Chávez construyó con eficacia —y colosales aliados— los cimientos incluyendo a peligrosos actores ilegales externos. “Las FARC y el ELN no son cuerpos terroristas, son ejércitos, verdaderos ejércitos del pueblo que tienen un espacio en Colombia y un proyecto bolivariano que aquí en Venezuela es respetado”, peroraba a viva voz Chávez ante las masas en 2008 para justificar la protección que tendrían —hasta hoy— en territorio venezolano los narcoguerrilleros colombianos.
En otro flanco, la cooperación estratégica y la relaciones transaccionales con Irán, audaces patrocinadores del terrorismo, alimentaron las redes delictivas, financieras y políticas que el Hizbulá libanés y proiraní también montó en Latinoamérica durante las últimas dos décadas.
Venezuela es, como no pocos especialistas y agencias independientes y gubernamentales han señalado con precisión, un verdadero centro logístico del terrorismo Internacional. El Mos Eisley de la famosa Guerra de las Galaxias en su versión sudamericana.
En suelo venezolano, pues un “proceso revolucionario” e ideológico se mezcló con operaciones económicas corruptas e ilícitas y subterráneos y violentos juegos de poder.
En la coyuntura, el paso dado por el Departamento de Justicia estadounidense empequeñece los imprudentes intentos de “diálogos” y negociaciones por los cuales ciertos sectores “opositores” funcionales internos —y lobistas afines internacionales— han venido pugnando.
¿Pueden hoy los venezolanos aceptar un forzado proceso electoral teniendo aún instalada a la tiranía criminalizada que busca vestirse de “demócrata” a toda costa? ¿Es factible buscar una “solución política” —que incluye una repotenciada cohabitación con el factor mafioso— a un conflicto de naturaleza altamente criminal?
Solo la ingenuidad, la candidez política o una agenda política encubierta pueden propugnarlo. De proceder de esta forma y en el actual contexto, no solo se legitima a los narcoterroristas cívico militares, sino que además se dejarán como peligroso legado los incentivo a que este tipo de proyectos de poder político delictivos de largo alcance se repitan en el futuro pretendiendo la total impunidad. Un desenlace insultante para las millones de víctimas tras años de agresiones contra las libertades y los derechos humanos.
Miguel Lagos es analista político y columnista, focalizado en temas de riesgo y conflictos políticos, radicalización y extremismo político violento.