Por Miguel Lagos
La reconocida periodista Patricia Janiot lanzaba esta semana a la audiencia mundial la pregunta de cuáles eran las consecuencias que la dictadura china debería enfrentar por ocultar el inicio de la crisis del COVID-19. Esto a raíz de que el Gobierno chino reconoció “la deficiencia en su respuesta a la epidemia”.
No han faltado quienes desde Occidente resaltan que la palabra “deficiencia” es poco decir. Al régimen comunista se la acusa de haber ocultado la enfermedad y hasta de haber reprimido a las voces internas que advertían sobre los riesgos potenciales de expansión. “El Partido Comunista Chino [PCCh] suprimió los informes iniciales… y castigó a médicos y periodistas, lo que provocó que expertos chinos e internacionales pierdan oportunidades críticas para prevenir una pandemia global”, señalaba esta semana el Consejo de Seguridad Nacional [NSC] estadounidense.
Hoy el mundo sufre por ese accionar que al parecer pretendía amortiguar el impacto en la “reputación” del poder oficial del PCCh y su audaz y calculada propaganda política más allá de sus fronteras.
Por supuesto, denunciar la responsabilidad del régimen dictatorial no debe hacerse extensivo a los ciudadanos chinos. Esto solo podría alimentar posturas xenófobas, racistas o estigmatizaciones peligrosas. No hay que confundir entonces a un pueblo neutralizado en su libertad de expresión, con la brutal coacción y represión de un poder político gubernamental obsesionado con querer controlarlo todo.
Las respuestas a la pregunta planteada por Janiot fueron abrumadoras e imparables. La gente, sin importar origen, se centraba sobre todo en sanciones económicas al Gobierno de China. En obligarlos a resarcir o indemnizar de alguna manera los catastróficos efectos globales provocados.
Pero quizá la mejor sanción mundial —a modo de prevenciones futuras— al Partido Comunista que reincidirá con la manipulación y el abuso de poder, es condicionarlos a efectuar un proceso electoral libre, plural y supervisado internacionalmente. Un proceso en el que la gente opte al fin libremente por el cambio político que silenciosamente añora. He ahí una dimensión —el de las libertades políticas cercenadas— que neutralice los afanes de una añeja dictadura poseedora de un poder abusivo e incontrolado que ha venido impactando las circunstancias internas como externas, mucho más allá de sus fronteras.
Mientras el debate mundial agarraba tracción por la responsabilidad del poder izquierdista chino en la expansión inicial del COVID-19, en Perú el recientemente nombrado ministro de Salud señalaba días atrás —vía redes— que era el “neoliberalismo” el culpable de toda la desgracia actual que ha afectado al orbe. ¿Con esta “perspectiva” ideológica el vizcarrismo gobernante combatirá la pandemia?
En momentos de gran tensión y confusión parece olvidarse que es el narcisismo político manipulador de las dictaduras y los autoritarismos —es decir, de los gobernantes que las conducen y “nunca se equivocan”—, uno de los peores enemigos de un servicio de salud pública efectiva. Sistemas de salud estatales ya de por sí deficientes o verdaderamente calamitosos en muchas partes del planeta, tal como ocurre hoy, por ejemplo, en la Venezuela socialista gracias al chavismo dictatorial.
Miguel Lagos es analista político y columnista, focalizado en temas de riesgo y conflictos políticos, radicalización y extremismo político violento.