Por Asier Morales Rasquin
Un ingrediente fundamental de la doctrina marxista era la internacionalización. Se suponía que lo importante era la cohesión entre la clase proletaria, toda otra categoría estorbaba, especialmente el sentimiento nacional; por eso el nacionalismo solía ser uno de los contrincantes elementales del comunismo. Sin embargo, los reincidentes fracasos de cada aplicación del credo marxista han llevado a que sus simpatizantes pacten ciertos símbolos, de forma tal que algunos aspectos nacionalistas podían ser útiles para acumular partidarios, solo hacía falta llamarle de otra forma.
“Soberanía” suena como una buena manera de rentabilizar un sentimiento arraigado y popular, sin incorporar los aspectos conservadores de la propuesta nacionalista. Se trata de un arreglo de latonería y pintura para ideas contradictorias con los postulados socialistas, cuyos símbolos primordiales se han desdibujado tanto en el roce con su inviabilidad, que no hay manera de conseguir uno solo que se mantenga coherentemente en la práctica.
Injerencia a conveniencia
Una propuesta informal para acercarnos a la noción popular de soberanía podría ser: es la condición a partir de la cual cada nación es independiente de las demás para la elección de su forma de gobierno. Pero si queremos ahuyentar la demagogia necesitamos referirnos a intervención como vías de hecho, con violencia o coerción demostrable. De otro modo, cualquier mínima comunicación puede ser catalogada de injerencia.
Haciendo uso abusivo del concepto, cualquier murmullo de crítica es catalogado por los populistas como violación a la soberanía y es engrapada a la denuncia de una conspiración global para influir ilegalmente en decisiones internas. Pero todo es impostura, el mismo género de intervenciones en talante positivo son admitidas como colaboraciones.
Podríamos debatir las condiciones en las cuales la intervención armada de un país sería legítima, pero de momento no hace falta tal discusión, antes debemos revisar por qué comentar lo que ocurre en otras latitudes, se ha transformado en una suerte de crimen, que despierta una retórica incendiaria y exagerada, equivalente a la que habríamos de esperar ante una intervención armada real.
Pánico a la palabra errónea
Nuestra civilización sufre una peculiar forma de parálisis ante la posibilidad de soltar una palabra fuera de lugar y herir alguna sensibilidad. Es un estrecho recelo que ha hecho metástasis en el manejo de los asuntos internacionales.
Basta que un diplomático al servicio de un gobierno en aprietos empuñe el comodín de la soberanía, para que una gran mayoría de funcionarios homólogos den un paso atrás o, al menos, revisen en detalle si están dispuestos a involucrarse en el engorroso dilema. En propia regla no hay nada engorroso, pues no hablamos de auténtica intervención, solo de las hipersensibilidades posadas de algunos para quienes cualquier opinión es asumida como una bomba.
Por vía del adoctrinamiento hipnótico, que consiste en repetir consignas sin entenderlas, el rechazo a los nacionalismos ha degenerado en la tácita aceptación de lo que suceda en cualquier otro país. El argumento supone que ninguna nación es mejor que otra para dictar la manera en la que debe manejar sus asuntos, algo perfectamente aceptable si no fuese parcial y acomodaticio. Así, por ejemplo, los europeos podrían asumir, muy “democráticamente”, que lo que sucede en Venezuela está más allá de su comprensión, suponiendo que cualquier comentario podría ser irrespetuoso, al margen de las notorias pruebas de abuso de poder y directo maltrato a la población
Esta política taoísta mal entendida de no-intervención, representa el confortable abandono de población maltratada, siempre que sea de otra nacionalidad, para evitar la mala publicidad que implica influir en “asuntos internos de otro país” o en decisiones “soberanas”.
Fantasías de aislamiento
Pero se trata todo de gestos, declaraciones a la prensa e hipocresía, pues todo país tiene algún tipo de relación con otro y, por lo tanto, algún tipo de influencia mutua. Construir una cúpula de aislamiento absoluto, como lo escribiera Stephen King y como lo desearía la dinastía de los Kim en Corea del Norte, es ridículo e imposible.
Lo hemos visto en casos de franco populismo, cuando la opinión externa es inconveniente recibe la calificación de injerencista, cuando es favorable, de respetuosa cooperación. Lo que nos deja clarísimo que el problema real no es la intervención en cuestiones internas, sino la simpatía ideológica, tal y como lo demandaba la doctrina marxista original.
No se trata entonces de regular la inevitable comunicación con el exterior, sino de ponderar en qué medida la misma colabora con el proyecto de dominación de un sector. Insistente aparecerá la denuncia de transgresiones a la soberanía, pero no porque tal acusación sea cierta ni mucho menos, sino porque canaliza a la opinión pública en una dirección deseada. A su vez, la opinión pública permite tal manipulación porque toca heridas mal sanadas.
Lo que nos queda por aprender
En América Latina tenemos una sensibilidad particular relacionada con cualquier temática que pueda vincularse con colonización. Pero lo cierto es que no existe un solo país que no haya sobrevivido influencia injerencista, colonizadora, imperial o explotadora de otro país. Nos resultaría mucho más provechoso aceptar la historia como lo que es: una serie de dominaciones ilegítimas; e intentar hacerlo diferente, antes que explotar una herida abierta para construir nuevas dominaciones ilegítimas, esta vez puertas adentro.
Así, demostrando un absurdo ya institucional, la influencia cubana es cooperación, pero la europea es colonizadora. Los rusos y los chinos pueden adquirir empresas nacionales y “estratégicas”, pero si lo intentan los norteamericanos, es imperialismo. Porque resulta que China y Rusia, a la luz de esta retorcida narrativa, son protectores de los pueblos. En unas ocasiones vale “proletarios del mundo uníos”, en otros casos, es mejor explotar el siempre sensible tema nacionalista para bloquear influencias externas no deseadas por algunos.
¿Cuánto tiempo necesitamos para notar un engaño tan elemental?
Asier Morales Rasquin es psicólogo clínico, psicoterapeuta, egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela.