Por Jorge Tricás Pamela:
Con la llegada del año 2020 en Venezuela es innegable que, penurias aparte, la mayoría de la gente se encuentra completamente decepcionada con respecto a la gestión que Juan Guaidó, como presidente de la Asamblea Nacional y como cabeza visible de la coalición de partidos populistas reconocidos como G4, ha hecho de la urgente tarea que tenemos como sociedad de salir de este autoritarismo militarista y totalitario que, en un abrir y cerrar de ojos, nos ha arruinado completamente. Así las cosas y después de doce meses, crece en todo el país la pérdida de confianza hacia Guaidó y la casta política del G4, percibidos por la calle como incapaces de poder cumplir con la tarea asignada y asumida el 5 de enero del 2019 de gestar por diversas vías la caída del régimen.
Cabe destacar que, día a día, este recelo de la gente hacia estos responsables políticos se agrava por la convicción de que sus actos, en exclusiva, son guiados por los sondeos de opinión de las falaces encuestadoras criollas, por asesores de imagen y por afamados tecnócratas del marketing que banalizan la política con recomendaciones triviales —por completo ajenas a lo que es esencialmente político— en función de sus propios intereses. Esto es, de su cota de popularidad y de su reelección dentro de la Asamblea, por propia supervivencia. Hablamos de una Asamblea Nacional que, desde el 2015 y pese a la mayoría absoluta obtenida, ha sido sumamente mezquina en el cometido de repartir el poder entre los sectores organizados de la sociedad civil, desoyendo el axiomático principio político que dicta que, de hecho, un poder político es más poder mientras más repartido y menos concentrado pueda estar en el conjunto de la población; sobre todo si de lo que se trata es del proceso de liberación de un régimen totalitario como este.
En estos términos, cuesta entender como este frente de partidos populistas sumamente burocratizados y sin formación alguna de base, cayeron en el craso error de no ver que concentrar toda la vida política de un pueblo en una Asamblea, de hecho es dar a la libertad una sola cabeza y, en consecuencia, exponerla a perecer “decapitada de un solo golpe”, como en efecto ocurrió poco después por oficio del violento atropello del TSJ. Si una institución del calado y el peso de una Asamblea Nacional permanece aislada del conjunto de la población, sin otro vínculo que el de la mera representación nominal, es obvio que de ese modo ofrece grandes ventajas al despotismo chavista-madurista, en su afán de eliminarla.
De manera que son muchos los aspectos que hoy nutren el desencanto político de la gente con respecto a Guaidó y el G4, percibidos por el conjunto de la población como una cohorte de incapaces que, aferrados sin más a sus intereses personales y partidistas, y no habiendo hecho otra cosa en el 2019 que articular un gobierno paralelo en el exilio sobre la base de cargos burocráticos de todo tipo, dejando la casa por barrer, no tienen suficiente coraje ni valentía política para organizar la salida de esta dictadura.
También cabe señalar que no fue esta la percepción que de Guaidó tuvo el país tras el incidente acaecido en la autopista Caracas-La Guaira con un comando de seguridad del régimen que, en vano, pretendió secuestrarlo. Un incidente que pocas horas después en su localidad de origen, Vargas, bien le permitió plantar cara a esta dictadura cuando, en un improvisado mitin popular, dio muestras de tener suficiente coraje y sobrado arrojo para enfrentar a este régimen despótico. Un discurso, el de aquel día, cargado con la suficiente emotividad como para demostrarnos con todas las fuerzas de su corazón que en ese momento asumía la responsabilidad y el compromiso de organizar, frente al régimen, la lucha por la liberación de Venezuela. El evento y el momento produjo un gran hechizo en la población del país. Logró que una multitud diversa y dispersa a lo largo y ancho del territorio nacional se identificara con sus impulsos íntimos y se reconociera en sus intenciones y motivaciones. Ese día reapareció en el país un fenómeno que, a intervalo regulares, siempre se ha hecho presente en nuestro escenario político: el carisma o el origen de un poder secular que encarna en una persona enérgica o en un líder potente y vigoroso que, finalmente, es mistificado y reverenciado por las masas de manera irreflexiva y a extremos irracionales, más allá de toda sensatez y ecuanimidad.
Como sabemos el carisma fue estudiado exhaustivamente por Max Weber al comienzo de la tercera parte de su celebérrima obra Economía y sociedad. A él le debemos el éxito de aislar la categoría carisma para las ciencias sociales y para el mundo político. Conviene indicar que, para Weber, los líderes carismáticos encarnados como caciques o caudillos, aparecen de tanto en tanto debido a las crisis cíclicas que se generan en la sociedad y al caos consecuente que se desata. Aparecen justo en el momento en que la sociedad siente que ya no es capaz de resolver el desorden existente por sí misma, necesitando que se la ayude “desde arriba” por así decirlo. Es justo el momento en que la sociedad entera, o buena parte de ella, apela a un cacique en funciones de líder para que resuelva definitivamente la situación.
Como bien podemos observar, el fenómeno carismático que rodea a un cacique o caudillo en ejercicio, en el fondo tiene que ver con un déficit de formación política que acusa una sociedad. Fenómeno íntimamente relacionado con las masas populares y con una muchedumbre irreflexiva que, como sabemos por Platón, no pueden gobernarse a sí misma. De allí que su máxima aspiración no sea otra que verse representada por estos caciques y caudillos que la adormecen y que la exoneran de la responsabilidad de tener que luchar con verdadero ahínco en la plaza publica, mostrando así una incontrolada y obcecada predilección de entregarse a ellos en cuerpo y alma.
No obstante esto, la gran paradoja que envuelve al fenómeno de la degradación chauvinista de Juan Guaidó como cacique en estos momentos, tiene que ver con el hecho de que, en su origen, Guaidó proviene del emergente movimiento estudiantil del 2007. Un movimiento que, a raíz del cierre arbitrario que Chávez hiciera de RCTV, irrumpió en la esfera publica y política del país con un paradigma de lucha cuyos patrones referenciales se apartaban completamente de la vieja manera adeco-copeyana de ver y de entender la política que, para esas fechas, ya había periclitado con el surgimiento de un fenómeno tan novedoso en nuestra historia política como ha sido el chavismo.
Cabe decir que en una época hipermoderna como la que se vive actualmente, en la que los encuadramientos de sentido ya no pasan por los sindicatos, la Iglesia o los partidos, la eclosión del movimiento estudiantil, aquel mayo de 2007, significaba un denodado intento de poner al día el “reloj generacional” que por décadas ya mostraba un sensible atraso, en un país de pobladores mayormente jóvenes como es Venezuela. Para el momento, los estudiantes insurgentes de la generación del 2007 representaban cuadros jóvenes en medio de estructuras caducas. A tenor de lo expuesto, es innegable que aquella insurgencia de los estudiantes por las calles del país rompió el equilibrio y la convivencia que ostentaba la polarización chavismo-oposición, haciéndolos envejecer políticamente a ambos, de repente. ¿Acaso hablamos de unos partidos, de unos dirigentes y de un orden político que, a esa fecha, con su arbitrario y retrógrado manejo del ritmo generacional se distanciaban del futuro, se desresponsabilizaban del presente y se apegaban al pasado? Por supuesto que sí.
Si bien la raison d´être o razón de ser del movimiento estudiantil y de su generación emblemática del 2007 no era tomar el poder, sí cumplía con la alta misión de reconceptualizar y dignificar nuestro desgastado universo político a partir de un paradigma que en aquel momento gravitaba en torno al principio de la libertad, la justicia y la democracia. Con ellos se puso en evidencia la necesidad de superar una vieja cultura política que, poco a poco, se fue degradando al recrearse en la banalidad, el conformismo y la corrupción avanzando, así, hacia un universo cultural basado en la dignidad de la persona, la libre expresión, la ética y la participación de todos en la chose publique o los asuntos públicos y políticos.
Es innegable que, al promover un nuevo imaginario en la sociedad y proponerle otras prioridades a nuestro universo político, estos jóvenes insurgentes del 2007 se revelaron ante el país como avant-garde o un movimiento de vanguardia. Y ya sabemos que una vanguardia política, si es genuina, supone la trasgresión de los limites establecidos poniendo énfasis en la confrontación con normas e intereses dominantes para romper, de ese modo, con el orden establecido.
Visto así, el principal objetivo de una vanguardia es crear escuela, iniciando e inaugurando un nuevo ethos o modo de ser que se separa del pasado por cuenta de la transgresión de los códigos dominantes, sentando con ello las bases del desarrollo futuro y señalando, pues, el camino a seguir. Para decirlo con otras palabras, una vanguardia política, si de verdad lo es, ha de romper con una realidad natural que se resiste a todo cambio. Así pues, en su afán por subvertir el orden existente, ha de alejarse de la realpolitik o de lo políticamente correcto, desterrando lo meramente decorativo y figurativo e instaurando la ensoñación como salida al ocaso y opacidad de lo existente. Sin duda, una vanguardia política que se precie jamás aspira a la contemplación de la obra, sino al logro de cambios profundos.
Sea como fuere, el hecho significativo es que toda vanguardia siempre rompe el continuum histórico, formulando un nuevo orden de valores a partir de principios teóricos y prácticos que, con su total rechazo al presente, proyecta futuro a partir de cero. Siempre y cuando no caiga en la tentación de verse atrapada en cuestiones de forma y no de fondo, o de convertirse en mera sátira del poder imperante.
Ahora bien, lo que importa resaltar ahora es que si una vanguardia pierde el indetenible hilo del tiempo o la visión de contemporaneidad, puede volverse tradicional y, como tal, obsoleta. Esto ocurre cuando a sí misma se degrada en práctica burocrática convirtiéndose en el establishment o el statu quo de una sociedad conformista; o cuando decide cambiar la perspectiva crítica, rebelde y transgresora (dionisiaca) que la caracterizó, por una convencional (apolínea) de sosiego y tranquilidad; sin duda un tema escabroso que abordaremos en otra entrega.
De manera que, desde el punto de vista político y más allá de los hechos de corrupción que lo han salpicado por todos lados, si algo es reprochable a Juan Guaidó en estos momentos críticos por los que atraviesa el país, es haberle dado la espalda a los principios e ideales liberadores que asistieron al vanguardista movimiento estudiantil que emergió en el 2007, en el preciso momento en que pasó a ser la expresión institucional más acabada de esa vieja forma de ver y de entender la política, de quien él mismo, en su momento, fue un contestatario.
En el momento en que mansamente sucumbió al tropismo del diálogo estéril y de la visión transicionista de unas estructuras partidistas ya caducas, las del G4, que ética y moralmente han dejado mucho que desear, le allanó, con ello, el camino histórico al chavismo. En el preciso instante en que se convirtió en el ágil y útil instrumento de oscuros intereses partidistas, y en el que decidió atacar “lo nuevo (el chavismo) con lo viejo, y no así con esquemas nuevos”; esquemas de lucha, vale decir, de los que él mismo, en su momento, fue fiel portador. O cuando optó por dejar atrás los ideales vanguardistas de toda una generación insurgente para, en cambio, abrazar un mundo político obsoleto y periclitado, como lo diría Rómulo Betancourt. En fin, cuando en sus visitas diarias a la calle se decanta por la liturgia discursiva de un pasado político ya disuelto, que evidentemente hoy ya no resuelve nada en el país.
Resulta penoso ver cómo éste quebrantamiento político de Guaidó y el G4, cada día sintoniza y se mimetiza más con la descomposición moral que por veinte años han impuesto al país los capitostes de este régimen endemoniado, al que supuestamente ellos combaten. Sin duda, hablamos de una debacle moral y ética llevada a término por estos paladines opositores de la liberación; una tragedia en la que la causa que defienden se ha visto contaminada por las ideas que combaten.
Llegados a este punto y teniendo en cuenta el esquema de lucha que están aplicando para salir de esta dictadura oprobiosa y totalitaria, no cabe duda que, desde el punto de vista político, con Juan Guaidó y el frente de partidos populistas del G4, estamos en presencia de un dirigente político que si bien es joven, no obstante es extremadamente convencional, déjà vu y demodé. También de unos partidos sumamente caducos y envejecidos, si nos atenemos a los referentes programáticos que alrededor del mundo están marcando las directrices de las organizaciones políticas de estos tiempos: subjetivación ciudadana, promoción de una sociedad civil cosmopolita, adhesiones políticas a principios, identidades críticas y reflexivas y, sobre todo, el despliegue del spectemur agendo o el gozo de ser vistos en acción.
En estos términos, ya no puede haber razón para dudar que, a días de hoy, tanto Juan Guaidó como su cohorte del G4, han sido un verdadero fiasco político para el país, por la sencilla razón que él ha preferido ser cacique y no vanguardia, y que ellos, los del G4, tercamente, se resisten a salir de la historia, por vencidos que están. Bien es verdad que son un callejón sin salida. Esa es su tragedia y, por tanto, también la de nosotros.