Por Dubenson Manzanilla
Recordar, en estos trágicos tiempos, en este convulso instante, es un ejercicio al cual debemos recurrir con frecuencia; recordar, así sea con dolor constante, pero sin dejar de lado la ecuanimidad, nos permite un mejor juicio para abordar nuevas acciones y evitar que hechos trágicos se sigan suscitando y, mucho menos, se hagan cotidianos.
El reciente 22 de noviembre tuvo lugar otra masacre en Venezuela. En esta oportunidad, el hecho ocurrió en la comunidad indígena Pemón del poblado de Ikabarú, al límite de la frontera con Brasil, donde sujetos vestidos de negro llegaron disparando y dejando un saldo de 8 muertos. Es un hecho tan inédito como trágico, en cualquier comunidad e incluso en esta, que pese a ser un sector donde se ejerce de forma tradicional la minería, nunca habían tenido lugar acciones violentas que derivaran en muertes, dado que el control y el orden siempre habían sido ejercidos por los indígenas, siguiendo su ancestral modo de convivencia pacífica. Es el caso contrario de lo que ocurre en otros sectores mineros al sur del país, controlados por grupos irregulares armados, llamados “sindicatos”, en donde las masacres, mutilaciones y desapariciones de personas son frecuentes.
Pero, aunque nos cueste decirlo, tenemos que ubicar en su justa dimensión esta tragedia que hoy enluta a la mencionada comunidad indígena. Debemos contextualizarla en el marco de lo que es: un exterminio sistemático de nuestros pueblos. De hecho, hasta podría pensarse como algo anunciado, si nos remontamos a lo ocurrido justamente 9 meses antes, cuando el ejército de Venezuela, en el amanecer del día 22 de febrero, pasó por otra población indígena Pemón: San Francisco de Yuruani, que vive (o vivía) principalmente del turismo. Allí también se ejecutó una masacre, que acabó con la vida de tres pemones y doce resultaron heridos, todos por disparos de fusiles que los soldados accionaron alegremente, sin contemplación, siguiendo un patrón sistematizado de aniquilación de la disidencia al régimen de Nicolás Maduro.
Y luego, al día siguiente de este, otra sangrienta jornada de asesinatos, 90 kilómetros más al sur, en la ciudad fronteriza de Santa Elena de Uairén, sumando más heridos y más muertos. Todo esto ocurría en vísperas de una operación emprendida por el Presidente interino de Venezuela, Juan Guaidó, con el apoyo de algunos países de la región, principalmente Brasil, Colombia y Estados Unidos, para tratar de ingresar al país ayuda humanitaria. Esta operación no logró su cometido, pero el régimen no perdió la oportunidad para demostrar al mundo, una vez más, que está dispuesto a entregar las armas de la República a cualquiera que esté dispuesto a usarla sin ningún escrúpulo en contra de la disidencia.
Además, amparado en el terror generado por estas masacres, el régimen aprovechó la ocasión para tomar el control del Parque Nacional Canaima, declarado por la UNESCO como un Patrimonio Natural de la humanidad. Es oportuno destacar que este territorio ha sido habitado ancestralmente, desde tiempos inmemorables, por los pemones, quienes lo custodian y protegen celosamente; pero siempre había sido motivo de refriegas con los cuerpos de seguridad del régimen, dados los grandes yacimientos de oro y diamantes que ahora el régimen de Nicolás Maduro y sus secuaces explotan libremente, y con lo cual pueden seguir financiando sus proyectos de subyugar a un país entero y expandir sus macabras políticas a otros países de la región
De estas jornadas de terror también resultó el desplazamiento de 1300 pemones venezolanos a las comunidades pemonas del lado de Brasil. Tal es el caso del poblado de Tarau Paru, que contaba con un poco más de 200 habitantes: de un momento para otro se encontraron ante la emergencia de tener que acoger a 900 de sus hermanos pemones, provenientes de distintos poblados del lado de Venezuela como: Manak Kru, Wuaramasén, Santo Domingo, Maurak y Kumaracapay.
Ahora bien, aparte de los que resultaron asesinados, la situación se tornó muy difícil para los heridos y sus familias sobrevivientes; los heridos fueron trasladados de emergencia al hospital de la ciudad brasileña de Boa Vista (Roraima). Gracias a la atención que brindó el cuerpo médico de este centro médico, con el apoyo del Estado brasileño, se logró salvar la vida de muchos de los heridos. Solo dos no pudieron superar su delicada situación y fallecieron en los días posteriores. Y si bien algunas organizaciones humanitarias brindaron ayudas puntuales para mitigar las necesidades de los heridos y sus familias (aproximadamente unas 40 personas), se carecía de un plan sustentable para mantenerlas bajo resguardo en territorio brasileño. Las múltiples organizaciones indígenas que hacen vida en el Estado Roraima no han brindado apoyo para este fin, quizás por el hecho de tratarse de víctimas de un régimen de izquierda, lo cual se debe invisibilizar, colocando el factor ideológico por encima de la lucha que une a los indígenas en defensa de sus derechos, de los cuales ha sido vulnerado precisamente el más sagrado: el derecho a la vida.
Por otra parte, de la embajadora de Venezuela en Brasil, María Teresa Belandria, se pudo esperar más, sobre todo en el ejercicio de sus funciones como máxima representante en Brasil de Guaidó. Quizás una articulación efectiva entre las diferentes ONGs humanitarias, con el cuerpo diplomático destacado en ese país y diversas instituciones, cualquier gestión que llevará a atender y a resguardar a estas familias en Brasil de manera sostenible.
Al día de hoy, los heridos, después de haberse recuperado en los hospitales de Boa Vista junto a sus familias, tuvieron que regresar a sus comunidades en Venezuela, exceptuando tres, que contaron con el apoyo de un capitán indígena de otra comunidad Pemón del lado de Brasil, donde lograron establecerse; dos de los que regresaron quedaron discapacitados y uno parapléjico, con el agravante de que las condiciones económicas y la actividad turística en la comunidad de San Francisco de Yuruaní han mermado después de la masacre, hasta reducirse casi a cero, por causa del temor. No es ilógico pensar que ante una nueva arremetida del régimen en este poblado, ellos serán los principales blancos.
Así es como vive en la indefensión una población, ante la falta de una contundente respuesta de un Presidente interino y de la comunidad regional y hemisférica, que dan licencia, de este modo, a un régimen criminal, para seguir operando con total impunidad y cometer estas masacres que ahora han pasado a ser cotidianas también en las comunidades indígenas al sur de Venezuela. Esto viene a sumarse a la crisis humanitaria, que ha generado a su vez la mayor migración conocida en el continente en tiempos modernos; mientras la demagogia y pusilanimidad de los líderes que dicen oponerse al régimen de Maduro no persuadan a sus aliados para convocar y activar bien sea el artículo187, la R2P, el TIAR, Doctrina Monroe, intervención humanitaria, cooperación militar o como lo quieran llamar, seguiremos igual o tal vez peor.
Que dejen de fantasear con el hecho de que estos criminales, que secuestraron Venezuela y amenazan con expandirse en la región, soltarán el hueso con métodos pacíficos: en Venezuela ya se agotaron esas instancias establecidas en la Carta Magna; las fuerzas armadas, lejos de garantizar el cumplimiento de la misma, la han trasgredido, ejerciendo un férreo sometimiento sobre la población, incluso de la manos con bandas criminales. Ya se ha pagado un alto precio en vidas y sacrificios. No tomar una determinación, por la conveniencia de mantener el estatus quo, se traduce en la cohabitación con los verdugos del régimen y, a su vez, en complicidad de crímenes de lesa humanidad.
Dubenson Manzanilla es fotógrafo aficionado, escritor y activista venezolano.