Por Cristian Vasylenko
Hace muy pocos días me encontraba «paseando» por lo canales de TV por cable cuando me detuve en un programa dirigido por un sindicalista que adhiere a la CTA a escuchar a un señor invitado que llamó mi atención por lo correctamente presentado. ¡Cuál no fuera mi sorpresa al oír la siguiente conclusión para sus razonables párrafos previos: «Por eso, no tiene que importarte lo que opines de Cristina. Porque si permitimos que éstos se queden, no los sacamos más; ¡van a quedarse con todo! Y después vemos qué hacemos con lo de Cristina»! Gran zozobra: se equipara al ámbito de la opinión personal con el de la acción de la Justicia, con lo que se induce la apología del más gigantesco y terrible estrago doloso que hayamos padecido perpetrado por ladrones políticos integrados en una banda tipificada por nuestro Código Penal como asociación ilícita.
Pero además, la frase en sí es idéntica a la utilizada por quienes abogan electoralmente por el oficialismo —salvo el obvio cambio de nombre al que se refieren, claro—. ¿Cómo es posible semejante coincidencia entre ambas estructuras de pensamiento?
Esto es magistralmente sintetizado por el periodista, filósofo y político cubano Carlos Alberto Montaner. La corrupción latinoamericana es, según Montaner, una tragedia (no coincido con la connotación inevitable e irremediable del término) latinoamericana, con pocas excepciones. Parafraseándolo, CFK aspira a la presidencia (encubierta bajo el manto de candidata a vicepresidente) de Argentina, a pesar de que toda Argentina sabe que durante su gobierno se robó abundante e irrestrictamente. El graffiti pintado en una pared de Buenos Aires es muy elocuente: «Aunque sea una letrina, preferimos a Cristina». Es la variante actualmente de moda de aquel infame de hace varias décadas: «Sea put… o ladrón, lo queremos a Perón».
La consigna resulta reveladora, puesto que indica que desde Perón a esta parte, en Argentina tal vez nunca ha sido grave ser ladrón. Aunque sabemos que el enriquecimiento ilícito con los fondos públicos es una actividad muy reprobable, lo cierto es que lo toleramos, lo condonamos, y no nos importa. ¿Por qué somos tan funcionales de la corrupción?
Montaner analiza tres como las causas principales. La primera es de carácter moral: damos por sentado que robar no es grave y, por lo tanto, tampoco lo es permitir que nos roben —esto se evidencia hasta cuando se informa un hecho ilícito de tal naturaleza: si el delincuente no asesinó a su víctima, entonces, «menos mal que no pasó nada, solo fue un susto, no lo lastimaron»—. Según Montaner, esa actitud está vinculada con el fatalismo: si creemos que todos roban, y nos incluimos en la categoría, la tendencia será a ser tolerantes con los ladrones; pero he aquí una advertencia: queremos que roben solo «los nuestros».
La segunda causa es que somos incapaces de advertir que los fondos públicos proceden de nuestros bolsillos y, por lo tanto, del producto de nuestro propio trabajo. Y esto porque hemos sido adoctrinados bajo el dislate conceptual de la legitimidad de la que se hallaría investida la exacción coactiva del Leviathan. «Después de todo, es dinero del gobierno, así es que no me importa, que se arreglen ellos». Sin embargo, la realidad es que no se roba al Estado, sino que se roba desde el Eestado. Desde el Eestado se roba al sector privado —único generador de riqueza—, el que le transfiere sus propios recursos bajo coacción. De comprender esto en toda su fuerza, estaríamos más dispuestos a rechazar y a castigar a los ladrones, porque nos están sustrayendo el producto de nuestro esfuerzo.
La tercera causa está vinculada con el peculiar constructo psicológico imputado a una presunta lealtad. Como los ladrones políticos suelen crear una red clientelar partidaria, con la que reparten una fracción de su botín, los integrantes de esa red se comportan con una cierta reciprocidad. Se es leal con quien roba y comparte. «Tal ladrón político me dio tal cosa, y yo le devuelvo el favor apoyándolo». Lo oculto bajo ese constructo es lo que nuestro Código Penal tipifica claramente como complicidad.
Esos disvalores y tal comportamiento retorcido se dan de bruces con la forma republicana de gobierno que nos hemos dado. La República es una forma de gobierno sustentada en las leyes y en las instituciones de derecho. No es posible sostener una República corrupta, porque ello es contrario a la lógica republicana -división de poderes, periodicidad de las funciones, y responsabilidad de los funcionarios. Lo que no implica que no haya corruptos en los gobiernos republicanos, sino que la sociedad los rechaza, y el estado los combate por medio del Poder Judicial independiente. No existe la impunidad, y esa es la clave.
En este punto quiero detenerme en el mismo hecho de que uno de los personajes más nefastos de nuestra política, cabecilla de la citada asociación ilícita, ocupe una banca en el Senado de la Nación, y solo recientemente haya sido traída a juicio, gozando de impunidad hasta para salir de nuestro país con excusas inverosímiles y que no serían atendidas para ningún ciudadano de a pie.
Ocurre que para su gestión, los políticos de turno compraron el consejo de un experto en ganar elecciones —como si ganar una elección y gobernar fueran una y la misma cosa: decidieron creer que sería funcionalmente más conveniente para los poderosos de turno mantener libre a semejante delincuente política, a fin de tener de quién diferenciarse y con quién confrontar frente a la ciudadanía—. Pero con esa miopía, nadie pensó en la conveniencia para nuestro país.
Tal confusión implica total ausencia de estrategia política —estadismo—, lo que queda ratificado por esa permanente actitud de «detectar que quiere el pueblo y dárselo». Esa «actitud popular» está directamente vinculada con lo que Erich Fromm claramente denomina el miedo a la libertad: que otros decidan y hagan por mí, para que me aseguren mi felicidad sin que yo deba pensar ni decidir. Con la pre-existente idiosincrasia de complicidad ya analizada, quedaba claro desde un principio adónde conduciría esa «pseudo-estrategia gradualista» (pseudo estrategia tanto política como económica).
Esto conduce a concluir inequívocamente que se padece de una profunda ausencia de liderazgo. En política, el líder es un estadista, el que claramente sabe en qué situación se halla el país, sabe hacia dónde debe conducir a su Nación, sabe plantear claramente los pre-requisitos para alcanzar los objetivos estratégicos —los que, por definición, se encuentran siempre en el largo plazo—, y sabe comunicar todo esto oportunamente.
Mientras que no modifiquemos nuestra forma de lectura de la realidad que nos rodea, y no queramos aceptar tales conceptos fundacionales, debido a nuestra anomia seguiremos padeciendo lo que el brillante filósofo, jurista y académico argentino Carlos Santiago Nino acertadamente denominó «un país al margen de la ley», mientras seguimos pontificando por una República en la que realmente no creemos. «Hemos hallado al enemigo: somos nosotros».
Cristian Vasylenko es Magíster en Finanzas Corporativas; investigador y analista político y económico y asesor de empresas.