*Ricardo Manuel Rojas
El Ministerio de Seguridad argentino por resolución (n° 956) del 3 de diciembre último, aprobó el Reglamento general para el empleo de armas de fuego por parte de los miembros de las fuerzas federales de seguridad.
Este reglamento vino a unificar criterios respecto de las distintas fuerzas de seguridad argentinas que actúan en la órbita del gobierno nacional (Prefectura Naval, Gendarmería Nacional, Policía Federal y Policía de Seguridad Aeroportuaria). En este sentido constituye un avance positivo para aclarar un tema que desde antiguo se ha manejado con bastante oscuridad.
Por ese reglamento se dispone que las fuerzas federales de seguridad podrán usar las armas en cumplimiento de sus deberes cuando sea estrictamente necesario y en la medida que lo requiera el desempeño de su tarea (artículo 1°).
Establece que las armas de fuego serán usadas cuando resulten ineficaces otros medios no violentos, y determina en qué casos ello podrá ocurrir (art. 2°).
Dichos casos hacen referencia al “peligro inminente” de que se produzcan determinados resultados nocivos, y de manera bastante detallada establece cuándo se considera que existe tal peligro inminente (artículo 5°). Señala además que los funcionarios deberán identificarse previamente como tales intimando de viva voz a cesar la actividad ilícita, excepto cuando ello pudiera poner en riesgo de muerte o lesiones graves a sí u otras personas, o cuando resultare evidentemente inadecuado o inútil dadas las circunstancias (artículo 3°).
Sin entrar a examinar cada uno de estos supuestos en este momento -discusión que llevará a evaluar la conveniencia o inconveniencia, legalidad o ilegalidad de cada inciso- sí me parece fundamental la mera emisión del reglamento, que permite cubrir una deficiencia legal que había enturbiado la discusión sobre el desempeño de las fuerzas de seguridad en los últimos tiempos.
Cuando la policía utiliza sus armas y eventualmente produce la muerte o lesiones a alguna persona, entran en juego dos causas de justificación o no punibilidad contempladas en el Código Penal: la legítima defensa propia o de un tercero (art. 34, inc. 6°), y el cumplimiento de un deber o el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo (inc. 4°).
Es decir, que un policía puede utilizar su arma, o bien porque existe un peligro o riesgo para la vida, integridad o derechos, propia o de un tercero, que él deba impedir, o bien porque el ejercicio de su cargo le impone determinados deberes de actuación en tal sentido, por ejemplo, para aprehender a alguien que acaba de cometer un delito. Aunque parezca obvio, son cuestiones bastante distintas, pero en los últimos tiempos esa diferencia se ha desdibujado especialmente en la discusión periodística de hechos recientes.
Los requisitos de la legítima defensa están también descritos en el propio Código Penal y existe extensa jurisprudencia de los tribunales al respecto. Pero con relación al cumplimiento de las obligaciones de su cargo, ha habido muchas confusiones que impidieron un debate razonable. En parte, porque no resultaban claras las facultades y obligaciones policiales, en parte porque estaban dispersas en reglamentos distintos de cada fuerza, en parte porque la redacción de ciertas resoluciones era confusa.
Ello llevó a discutir los casos puntuales que tuvieron repercusión pública en los últimos tiempos, fundamentalmente a partir de los criterios de la legítima defensa, y sin hacer una referencia más concreta a la otra causal de eximente de pena, que es el ejercicio de la obligación de su cargo. Por supuesto que si un policía utiliza su arma en circunstancias en las que el sospechoso ya no constituye un peligro cierto para él o para terceros, no se podrían aplicar las reglas de la legítima defensa, y al pretender hacerlo estaríamos distorsionando los conceptos, lo que se ha visto en no pocos casos discutidos recientemente.
Pero en tales casos, aún queda una segunda discusión, que es la que se vincula con las obligaciones del policía, establecidas reglamentariamente, de proteger a personas y bienes, impedir la comisión de delitos y detener a aquellos que los hubiesen cometido.
La sanción de este reglamento llevará la discusión hacia ese campo. Finalmente se podrá evaluar, a partir de las bases allí establecidas, hasta dónde deberán llegar las atribuciones del policía para cumplir su cometido, hasta qué punto podrá utilizar sus armas para detener a alguien, para evitar que escape, para asegurar el recupero de bienes.
Ello también lleva a otra discusión, que es la de la falta de preparación de los policías para tomar ese tipo de decisiones. La aplicación de estas reglas requiere, por una parte, tener muy claros los criterios de actuación, y por otra, poder tomar las decisiones adecuadas en fracciones de segundo. Para ello, es fundamental la preparación, y sobre todo la práctica y el entrenamiento en polígonos especializados.
En resumen, es auspicioso que se sancione un reglamento que establezca las condiciones en que se podrán utilizar armas de fuego por las fuerzas federales de seguridad. El alcance concreto de tal reglamentación podrá ser discutido, no sólo en su formulación normativa, sino también en los casos concretos en los que se deba decidir respecto de la corrección o incorrección del accionar policial.
Por ello, la discusión vinculada con la actuación de policías enfrentando a presuntos delincuentes, probablemente dé un giro a partir de la sanción de este reglamento. Comenzará a darse seriamente el sano debate de hasta dónde llegan las facultades y obligaciones policiales para utilizar sus armas en el cumplimiento de sus obje
*Ricardo Manuel Rojas, es abogado, doctor en Historia económica, juez de lo criminal en Buenos Aires, director de programa de posgrado en Derecho en la Universidad Francisco Marroquín y ha sido profesor de Análisis Económico del Derecho Penal en la Universidad Nacional de Buenos Aires.