
La desigualdad es el nuevo mantra de nuestros folclóricos actores políticos. Rara vez les leemos comentarios en los que no citan a la desigualdad como un terrible peligro nacional, y a la igualdad como menester pomada canaria.
¿Es mala la desigualdad en sí misma? No. Existen desigualdades injustas y otras justas. Sin embargo, ¿cómo las determinamos?
Angus Deaton, en su reciente libro El gran escape, nos explica que el progreso no se da por igual en todas las personas, y que es por eso que crea esta disparidad. Que conforme se escapa de la pobreza, unas personas obtienen mejores resultados que otras, lo que no quiere decir que esto de paso a un “mundo injusto”.
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Por ejemplo, cuando Mark Zuckerberg creó Facebook y se hizo multimillonario, se dio una enorme desigualdad de riqueza. Él salió adelante y millones de personas no, pero nadie podría decir que su riqueza fue injusta o que empeoró el mundo, al contrario, mejoró la vida de muchas personas. Esto significa que esta desemejanza no es mala por sí misma, y hasta es motor de progreso en estas circunstancias, pues genera valor y bienestar en las sociedades.
Tipos de desigualdad
A este tipo de desigualdad se le puede llamar “desigualdad justa”, y es la nacida de situaciones de intercambio voluntario, con resultados que no son producto de privilegios, sino de innovación, comercio libre y creación de capital.
La desigualdad injusta, por su parte, nace de procesos con resultados amañados, donde el éxito depende de privilegios, normalmente otorgados por los Gobiernos o de prácticas comerciales espurias.
Siguiendo el ejemplo de Facebook, esta desigualdad injusta se daría si el Gobierno le otorgara a Zuckerberg un mercado cautivo de consumidores, e impusiera barreras legales a próximos emprendedores o inversionistas tecnológicos, dificultándoles competir por ese mercado. Esto sería un capitalismo de amigotes, lo contrario al libre comercio. En Costa Rica tenemos varios ejemplos proteccionistas que crean desigualdades injustas, como Conarroz y Laica.
Curiosamente, nuestros actores políticos no hablan de dichas diferencias económicas. Tampoco se ponen de acuerdo para acabar con las creadas por el empleo público, utilizado para camuflar el desempleo. Mucho menos de convenciones colectivas abusivas y sus “derechos adquiridos” a costa del contribuyente.
Utilizan más bien el mantra de la desigualdad como pretexto para incrementar la voracidad fiscal y los poderes redistributivos del Estado (léase, quitarle a unos para darle a otros, sin reducir el gasto público ni los privilegios estatales).
¿Es una sociedad igualitaria el fin último? La respuesta es no.
La igualdad en todos los aspectos de la vida es antinatural e indeseable. La igualdad de derechos es posible, pero la igualdad de resultados en las interacciones sociales es desastrosa y reduccionista. Cada persona es diferente y persigue proyectos de vida heterogéneos, mediante procesos distintos, por tanto, observar resultados materiales desiguales no es injusto, a menos que nazcan de privilegios estatales.
Las visiones socialistas buscan reducir la espontánea disparidad de una sociedad bajo una excusa ideológica, aspirando a que todos seamos iguales. No hay racionalidad en pensar que es mejor una sociedad igualitaria, donde todos son pobres, que una sociedad donde las riquezas sean desiguales, pero donde se goce de un buen estándar de vida. El sesgo contra una prosperidad desigual es el resultado de confundir desarrollo con igualdad.
Las únicas dos igualdades a las que debe aspirar una sociedad son igualdad ante la ley e igualdad de dignidad, pues, citando al intelectual español Pedro Schwartz, “no me importa la desigualdad, porque no soy envidioso. Me importa la pobreza”.
Jossue Daniel Peña es estudiante de Derecho en Universidad Escuela Libre de Derecho. Vive en San José, Costa Rica. Sígalo en Twitter: @josuedaniel53.