Con la idea de disminuir la magnitud de la violencia homicida, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, decretó el 19 de enero la prohibición del porte legal de armas durante todo 2016. Esta medida estaría basada en la reducción del delito que se presenció durante diciembre de 2015, cuando rigió una medida similar; y con la idea de que los colombianos, por cultura o tradición, tienden a entrar en riñas, que al escalar desembocan en homicidios.
Debido a la mala prensa que tienen las armas de fuego, no sorprende que prohibirlas sea un reflejo natural en los políticos a la hora de enfrentarse a cualquier problema de violencia. Sin embargo, un breve análisis sobre el comportamiento de la violencia homicida en Colombia puede sumar elementos al debate y probar que esta medida parte de supuestos equivocados.
Para empezar, debe decirse que la tendencia decreciente de los homicidios en los últimos siete años en Colombia genera ruido en la información y hace difícil concluir de forma contundente que la reducción del delito en diciembre de 2015 fue causada por la restricción del porte de armas, haciendo que esta medida sea una arriesgada conjetura.
No obstante, debe reconocerse que en un mundo en el que la violencia homicida proviene en su mayoría del comportamiento impulsivo de los ciudadanos, aparece en cualquier momento y de forma aleatoria e inesperada, tiene sentido sospechar indiscriminadamente de todos los ciudadanos e implementar medidas que cobijen de forma amplia y general a todo el país. Después de todo, en este mundo hipotético, toda persona con un arma de fuego es en realidad un homicida en potencia. Por fortuna, este no es el caso.
Al analizar la distribución geográfica de los homicidios en Colombia es posible hallar que Cundinamarca, Antioquia, Atlántico y Valle del Cauca —casi 10% del territorio nacional— concentran 58% de las muertes violentas del país. De hecho, si a estos cuatro departamentos se les suman los homicidios que ocurren en Bolívar, Meta, Norte de Santander, Cauca, Nariño y Risaralda, se observa que en solo 10 de los 32 departamentos de Colombia se concentran más del 75% de los homicidios del país.
Por otra parte, si se excluyen los principales centros urbanos, se obtiene que sólo 340 de los 1.103 municipios de Colombia en las últimas décadas alcanzaron a concentrar por varios años alrededor de 80% de las muertes violentas del país, probando así que la violencia homicida, además de estar notoriamente focalizada, es persistente en el tiempo y por tanto predecible, por lo cual no se puede afirmar que surge de forma impulsiva o aleatoria.
Ante esta información surgen al menos dos preguntas: ¿Exactamente qué ocurre en estos lugares que, siendo culturalmente similares al resto de Colombia, son más propensos a sufrir las embestidas de la violencia homicida? Por otra parte, ¿tiene algún sentido prohibir el porte legal de armas en todo el territorio nacional a pesar de la extrema concentración de la violencia homicida?
Para responder a la primera pregunta vale la pena prestar atención a los mapas 1 y 2 en los que se observa una convergencia geográfica entre la intensidad de la violencia homicida y la presencia de grupos al margen de la ley, la existencia de minas de oro, cultivos y corredores para el tráfico de coca. Considerando esto, se podría inferir que la existencia de grupos armados está relacionada directamente con el aumento de la violencia homicida en los lugares en los que estos grupos operan, pero además, permiten concluir que existe una relación entre las muertes violentas y el negocio de la cocaína y la minería ilegal.
Por esto no sorprende que más de 90% de los delitos cometidos con armas de fuego son realizados con armas sin el salvoconducto exigido por el Estado, ni que exista una relativamente baja participación de las armas de fuego en los casos de lesiones personales (3%), suicidios (23%) y delitos comunes (26%), pero una alta participación de éstas en homicidios (70%) y masacres (90%). Por supuesto, este alto uso de armas ilegales en el delito refuerza la idea de que el Estado es inútil para controlar la circulación de armas de fuego que, en su mayoría, están en manos de delincuentes y no de los ciudadanos.
Por lo anterior —respondiendo a la segunda pregunta planteada—, no tiene sentido desarmar a todos los colombianos pues no son los individuos cumplidores de la ley los que están generando el grueso de la violencia homicida, sino que ésta responde en su mayor parte a las acciones ejercidas por el crimen organizado y grupos armados que hacen uso de las armas de fuego —ilegales en su mayoría— para alcanzar sus fines económicos y/o políticos.
Para concluir, puede afirmarse que la restricción al porte de armas parte de conjeturas apresuradas y supuestos equivocados y al implementarse genera una mayor acumulación de poder por parte de la Policía en detrimento de las libertades de los ciudadanos, mientras que ocasiona un desperdicio de esfuerzo de las autoridades encargadas de controlar el porte de armas de personas que de ninguna forma están relacionadas con el comportamiento delictivo. En definitiva, aunque suene contra intuitivo, la restricción al porte de armas no es la respuesta adecuada para controlar el crimen ni la violencia homicida.
Julio César Mejía es profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales, magíster en Asuntos Internacionales. Fue asesor de Relaciones Internacionales del Comandante del Ejército de Colombia, además de ser miembro fundador de Estudiantes Por la Libertad Colombia. Actualmente se desempeña como director del Centro para la Libre Iniciativa. Síguelo en @juliomej49.