Han pasado más de diez años desde la quiebra de Lehman Brothers. El pinchazo del sector financiero estadounidense terminó golpeando a buena parte de las economías del mundo rico, desencadenando una crisis que redujo el crecimiento, deprimió los salarios y desencadenó una crisis fiscal de primer orden.
Una década después, el tamaño del PIB global ha subido de $58,1 a $79,9 billones de dólares. Aparentemente, la recesión ha quedado atrás y el crecimiento ha vuelto a nuestras vidas. Sin embargo, hay una sombra de endeudamiento que pone en jaque la sostenibilidad de la recuperación e incluso invita a pensar que la economía mundial podría volver a sufrir un giro a peor.
Mientras que el PIB global ha aumentado su tamaño en $21,8 billones de dólares, el endeudamiento acumulado por el sector público y privado ha pasado de 162 a 237 billones. Por tanto, por cada dólar adicional de crecimiento se han generado tres dólares de obligaciones financieras que, tarde o temprano, habrá que pagar.
A la hora de entender lo que está ocurriendo, es fundamental hablar del papel de los bancos centrales. Desde los años setenta, el abandono del oro como ancla del sistema monetario ha dejado el dinero en manos de alquimistas que, instalados en la fatal arrogancia del planificador central, se creen capaces de controlar el ciclo económico con sus decisiones.
Cierto es que, en los años de Paul Volcker, los bancos centrales exhibían cierta prudencia a la hora de reducir los tipos de interés o inyectar más dinero en la economía. Todo eso acabó con Alan Greenspan, que defendió con entusiasmo un mundo de “dinero barato” que terminó disparando el endeudamiento hasta niveles nunca antes vistos. La Gran Recesión que desencadenó el colapso de Lehman Brothers fue resultado directo de esa progresiva distorsión de los mercados.
Paradójicamente, los mismos bancos centrales que llevaron a la economía mundial al borde del abismo tienen ahora cierto margen para evitar una crisis de deuda. El problema es que la subordinación de la banca central a la política actúa en contra de cualquier corrección y promueve el mantenimiento del marco actual, llevándonos inexorablemente a un modelo más y más endeudado.
Cierto es que, entre 2012 y 2013, el Banco Central Europeo intentó poner freno a estos excesos y redujo sustancialmente el tamaño de su balance, hasta recuperar niveles similares a los que se registraban en 2010 o 2011. Sin embargo, la presión de los gobiernos del Viejo Continente que temían el encarecimiento de sus títulos de deuda hizo que Mario Draghi cambiase de rumbo en 2014 y disparase de forma preocupante los activos controlados por el BCE, que hoy alcanzan el 40% del PIB europeo.
Otro intento de normalización es el que está viviendo Estados Unidos en los últimos tiempos. La Reserva Federal (FED), cuyo balance tiene un peso equivalente al 20% del PIB norteamericano, lleva ya algunos años cambiando de discurso y favoreciendo un endurecimiento de los tipos de interés. Ahora mismo, el plan de Jerome Powell es llegar a 2020 con el precio del dinero en el entorno del 3,5%. Sin embargo, la Casa Blanca ve con malos ojos esta posibilidad y el presidente Donald Trump ya ha culpado a la FED de las caídas bursátiles que se han producido en los últimos días.
No podemos tenerlo todo. Si queremos que la economía crezca, tenemos que asumir que el crecimiento debe venir apuntalado por el ahorro y la inversión del sector privado, no por distorsiones monetarias que solo pretenden inflar la actividad económica a base de imprimir dinero y facilitar la acumulación de deuda.
El sector privado ha mostrado capacidad de ajuste durante esta crisis, pero los gobiernos han seguido actuando de manera irresponsable y han llevado sus déficits presupuestarios hasta máximos históricos.
Es necesaria una ronda de austeridad que promueva un giro hacia una economía menos endeudada y más sana. De lo contrario, el estallido de una crisis de deuda terminará quebrando a los gobiernos manirrotos y golpeando a las empresas y las familias con una nueva recesión.