En tiempos de dificultades económicas, una receta seduce por igual a buena parte de la izquierda y la derecha: la subida de impuestos “a los ricos”.
Tanto en los países ricos como en las economías emergentes, la reacción de los votantes ante este tipo de propuestas suele ser favorable. Así las cosas, la viabilidad política de este tipo de medidas tributarias suele ser razonablemente alta.
El caso es que no deberíamos asumir tan fácilmente que las subidas a los ricos son algo positivo y deseable. De hecho, el relato que justifica estos aumentos de los impuestos suele basarse en todo tipo de falacias. Se dice, por ejemplo, que “los ricos no pagan impuestos”.
Sin embargo, en Estados Unidos vemos que los contribuyentes con ingresos de más de 100.000 dólares pagan el 95% de lo recaudado en el Impuesto sobre la Renta, a pesar de que sus ingresos solo suponen el 60% de la renta nacional. Algo parecido ocurre en España, donde el ciudadano medio paga 4.000 dólares por dicho gravamen mientras que los contribuyentes más acaudalados aportan casi medio millón de dólares al fisco.
También suele decirse que “subiendo los impuestos a los ricos aumentará la recaudación”. Sin embargo, la evidencia empírica nos dice que esto no siempre es así. En Reino Unido, por ejemplo, el gobierno de David Cameron bajó del 50% al 45% el tramo superior del Impuesto sobre la Renta.
El resultado fue un aumento de la recaudación, justo lo contrario de lo que defendían quienes prefieren masacrar fiscalmente a los trabajadores de mayores ingresos. Otro caso digno de mención es el de España, donde el gobierno de Rodríguez Zapatero recuperó el Impuesto de Patrimonio y subió al 55% los tramos superiores del Impuesto sobre la Renta. Esta “caza a los ricos” apenas aumentó un 0,2% la recaudación.
Un argumento popular en círculos anticapitalistas es el que afirma que “cada vez hay más ricos”, motivo por el cual sería procedente reforzar la fiscalidad aplicada a este segmento de la población. No obstante, ¿qué pasaría si confiscásemos por completo el patrimonio que amasan las grandes fortunas? ¿Cuántos recursos afloraría un Impuesto al Patrimonio del 100%?
Una medida así hundiría la economía, pero incluso suponiendo que eso no pasase, un sencillo cálculo estático revela que los recursos conseguidos del 1% más rico apenas cubrirían noventa días de gasto público. Si optásemos por repartir el “botín” entre el resto de los ciudadanos, apenas lograríamos que cada uno percibiese un solo pago equivalente al salario mínimo.
La causa moral contra los impuestos a los ricos
Pero, al margen de estas consideraciones económicas, también hay argumentos morales que deben formar parte de la conversación. En una economía de mercado, basada en el intercambio libre de bienes y servicios, es imposible amasar grandes fortunas a base de malas artes. La riqueza, por tanto, tiene un componente meritocrático.
Los más acaudalados ganan más porque aportan más. Jeff Bezos ha creado el supermercado digital, Bill Gates ha democratizado la tecnología informática, Warren Buffett ha hecho millonarios a miles de inversores, Bernard Arnault ha consolidado el conglomerado más importante del sector lujo, Mark Zuckerberg ha creado la red social más fuerte del planeta, Amancio Ortega ha hecho posible que millones de personas vistan ropa buena, bonita y barata… Si enviamos el mensaje de que enriquecerse de forma honesta y competitiva es algo malo, lo que estamos proponiendo es una sociedad que castiga a quien destaca y condena a la mediocridad a quien se esfuerza por ser más innovador.
Tampoco hay que subirle los impuestos al resto
Pero sería una equivocación pensar que la no subida de impuestos a los ricos justifica un aumento de la presión fiscal entre el resto de ciudadanos. Simple y llanamente: no. Hace un siglo, los gobiernos del mundo rico manejaban presupuestos inferiores al 20% del PIB. Hoy, esos mismos países se mueven en cotas de gasto público que van del 40% al 60% del PIB.
Semejante aumento ha sido más que suficiente para financiar programas asistenciales. De hecho, la subida del gasto ha excedido sobradamente el punto óptimo de gasto público, estimado por economistas como Vito Tanzi o Richard Rahn en el entorno del 30% del PIB. Esto genera estructuras públicas costosas e ineficientes, de modo que vemos países ricos en los que el peso del Estado es el doble que en otras naciones, a pesar de que no hay casi diferencias entre los servicios que se ofrecen en uno y otro lugar.
Por tanto, lo que debemos reivindicar es la reducción del gasto hasta dichos niveles, paso previo para conseguir que los impuestos sean más bajos entre el conjunto de los ciudadanos.