El deterioro económico que viene sufriendo Venezuela en los últimos años nos recuerda una vez más la importancia de luchar contra el socialismo y defender la economía de mercado como sistema generador de riqueza, oportunidades y progreso.
Basta una comparación con Chile, Perú y otros países de la región para comprobar que el camino del intervencionismo no es más que el camino de la servidumbre.
Pero el bienestar económico no es el único ingrediente esencial de la libertad y el progreso. Quizá tan importante como tener dinero en el bolsillo es saber que nuestra vida y nuestra propiedad estarán a salvo del crimen y la delincuencia. En este sentido, la realidad latinoamericana sigue arrojando un preocupante fracaso a la hora de controlar la violencia y hacer valer el imperio de la ley. Los casi 22.000 homicidios que vivió Venezuela en 2016 son el mejor ejemplo de esto.
¿Cuál es el panorama global si hablamos de muertes violentas? En Europa, los estudios de Randolph Roth apuntan que la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes es de 1,4 para los hombres y 0,6 para las mujeres.
La media global es de 8,8 para el conjunto de la población, con tasas que van del 5,8 del Sur de Asia al 22,2 del África Subsahariana. En América Latina, los estudios de Roth hablan de una tasa de 27,5 muertos por cada 100.000 habitantes, con 51 en el caso de los hombres y 4,8 en el de las mujeres.
El futuro no está escrito
Semejante disparidad debe invitar a la reflexión, especialmente porque dentro de la región hay resultados muy dispares, como acreditan los estudios de Winny Bierman y Jan Luiten van Zanden, agrupados en el proyecto CLIO INFRA.
Para Honduras, hablamos de una ratio de 77,5 homicidios por cada 100.000 personas. No obstante, en Argentina vemos que este indicador es de 5,8, mientras que en Chile se queda en el 5,3.
La evolución de países como Colombia resulta interesante. El último dato disponible habla de una tasa de 38 homicidios por cada 100.000 habitantes, frente a los 89 que ocurrían a comienzos de la década de 1990.
El legado de creciente seguridad de los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe ha quedado en jaque tras el “acuerdo de paz” entre el Ejecutivo de Juan Manuel Santos y las FARC, pero al menos ese pasado de reducción del crimen nos recuerda que ningún país está condenado a sufrir cada vez más desorden y violencia.
La clave, como no, está en las instituciones. Aquí es donde nos topamos con problemas de calado. La mayoría de países América Latina puntúan muy mal en los Índices de Control de la Corrupción (por ejemplo, el barómetro de Transparencia Internacional).
Peor aún, buena parte de la región suspende en el estudio del World Justice Project que mide el imperio de la ley país por país (lo que explica la impunidad con la que se mueven los criminales). Quizá por eso no sorprende que América Latina aparezca una y otra vez a la cola en los rankings que miden la protección de los derechos de propiedad: cuando ni siquiera la vida está asegurada, ¿qué defensa cabe esperar con todo lo demás?
Resulta llamativo comprobar que, década tras década, tanto las élites económicas de América Latina como las clases populares de la región optan por emigrar como forma de garantizarse un futuro mejor. Quizá la posición de los primeros será menos acomodada en el segundo rico.
Quizá los segundos tengan que empezar desde abajo y enfrentar los problemas con los que lidia todo inmigrante. Pero, por lo general, unos y otros saben que están llegando a países más seguros, que no solo brindan oportunidades económicas sino que garantizan mayor seguridad.
El futuro no está escrito, pero si América Latina no toma nota de estos patrones, terminará enfrentando un panorama de desarrollo mediocre, en el que el impulso del crecimiento que puede derivarse de ciertas reformas económicas se ve constreñido por la inseguridad reinante en la sociedad. No olvidemos que apenas el 25 % de los latinoamericanos confía en la Justicia y que solo un 15 % dice no tener miedo a sufrir un delito violento